Pedestal para todos
«Entre una calle con tu nombre, que te lo pueden cambiar, una cuenta de Twitter, que te la pueden cerrar, o no ganar para bustos con una estatua susceptible de ser vandalizada, mejor el anonimato»
Noel Clarasó, autor tan versátil y prolífico como olvidado, abogaba por la estatua en vida: «En los momentos de depresión, me acercaría a ella y me diría, para levantarme el optimismo: éste soy yo». Unamuno, sin embargo, aborrecía su busto en el Palacio de Anaya de Salamanca: «Vengo ahora más a Madrid porque huyo de mi estatua».
Clarasó halló una solución intermedia: no poner la escultura, solo la peana; como cuando Gallardón trasladó a Colón, pero dejó el pedestal en los Jardines del Descubrimiento, y creímos que lo guardaba para sí mismo. Así el ilustre podría subirse a su podio «en carne y hueso, un ratito todos los días, a una hora sabida, y que todos pudieran ir a saludarle desde abajo». Encomiemos la modestia de nuestro presidente, que, pudiendo plantar pedestales allá donde va y posar con el largo de pantalón justo para asomar su poder ejecutivo, se ha conformado con el púlpito de la tele.
En las ciudades pobres, añadía Clarasó, bastaría con un pedestal para todos, donde constarían los nombres de cada uno y su horario, que dependería del mérito. Habría una suerte de prime time estatuario para los más importantes; los menos, los debutantes de la fama, sufrirían las horas de más calor en verano y las de mayor frío en invierno, «que cualquier gloria bien llevada supone un punto de sacrificio, sobre todo al empezar». El escritor presagiaba, de alguna manera, ese pedestal para todos que son las redes sociales, que ya ponen tantas estatuas como apartamentos en Torrevieja puso el Un, dos, tres. Una peana virtual, cuyo epígrafe sería el número de seguidores, acechada por palomas descompuestas y con la trampilla de lo políticamente correcto para desalojar al admirado cuando convenga. Panegírico para hoy, hambre para mañana. Solo hay un deporte tan practicado como el de levantar estatuas y es el de derribarlas, pues de esculpir a escupir media solo una letra.
«Twitter es hacerse estatuas efímeras a uno mismo», ha bordado en ABC Guillermo Garabito, consciente de que nos estamos promocionando por encima de nuestras vanidades; pero también es erigir fugaces monumentos al prójimo labrados con el cincel de la exageración. «Maravilloso», alabamos con énfasis pantojiano; «¡extraordinario!», y nos repartimos los retuits como el bipartito los jueces. Desde el foso de la exigencia todo parece elevado y a fuerza de hacer «maestro» a cualquiera apenas vamos a quedar alumnos. Tan magreado está el adjetivo superlativo que lo mejor que se puede decir ya de alguien o algo es que es incalificable. En El misántropo de Molière, Alceste pregunta: «¿Qué provecho se saca con que un hombre […] haga de vos excesivos elogios, si os consta que hace lo mismo con cualquier ganapán? […] La estimación tiene como base alguna preferencia, y estimar a todo el mundo es no estimar a nadie».
Entre una calle con tu nombre, que te lo pueden cambiar, una cuenta de Twitter, que te la pueden cerrar, o no ganar para bustos con una estatua susceptible de ser vandalizada, mejor el anonimato, la gloria en pastel o, a lo sumo, un ninot que arda toda la noche como los amores estrenados.