La importancia de la croqueta
«Para mí, lejos de tanta aventura sápida, resultan un bocado familiar y reconfortante, que se ingiere con pasmosa facilidad, acompaña divinamente el chateo y trae recuerdos nostálgicos de sabores perdidos»
Ayer, sábado, se celebró el Día Mundial de la Croqueta. Ya he comentado alguna vez lo que opino de estas fechas conmemorativas con trasfondo publicitario que están constituyéndose, de un tiempo a esta parte, como un santoral laico. Sin ser practicante, me resultan más atractivos los santones de pedestal, con sus vidas ejemplarizantes y martirios truculentos, que los que inventa últimamente la industria alimentaria. Será porque la iglesia ha tenido siempre el mejor marketing…
Herejías al margen, ha quedado establecido que el 16 de enero toca celebrar la importancia de la croqueta. Y, así, los medios españoles no se cansan de seleccionar las mejores de cada ciudad, ni de narrar –a veces con demasiada literatura– la historia de este plato tabernario y familiar típicamente celtíbero pero de origen incuestionablemente galo.
De acuerdo con el Diccionario de la Lengua Española de la RAE, la palabra croqueta procede del término francés croquette y describe una «porción de masa, generalmente redonda u ovalada, hecha con un picadillo de jamón, carne, pescado, huevo u otros ingredientes, que, ligado con besamel, se reboza en huevo y pan rallado y se fríe en aceite abundante».
Según la leyenda más difundida, fue un 16 de enero de 1817 –de ahí la fecha conmemorativa–, cuando el chef parisino Antonin Carême preparó una cena para el príncipe regente de Inglaterra y el Gran Duque Nicolás de Rusia en la que sirvió unas croquettes à la royale que pasaron a la posteridad. Famoso en el oficio por sus tratados sobre salsas y pastelería clásica, Carême había ejercido largos años como jefe de banquetes del eminente diplomático Charles-Maurice de Tayllerand, pero nunca trabajó para la monarquía. Y mucho menos para Louis XIV –fallecido un siglo antes de que naciera–, como afirmaba recientemente un periódico que tengo por serio.
Seguramente nuestro hombre conocía la receta por haberla leído en el tratado Le cuisinier royal et bourgeois (1691), de François Massialot, primer libro donde se citan profusamente las dichosas croquettes. Pero Massialot no hubiera llegado a consignar dicho plato sin el invento anterior de la bechamel, imprescindible para su preparación, que le debemos a François Pierre de La Varenne.
Como es sabido, el cocinero del Marqués de Uxelles bautizó con ese nombre dicha salsa para rendir homenaje –siguiendo la tradición de la época– a un amigo de su patrón, Louis de Béchameil, Marqués de Nointel. Podría haberle puesto Nointel, pero la llamó béchamelle y así lo dejó publicado en su recetario pionero Le cuisinier françois (1651). Pero nos estamos yendo muy atrás…
De un modo u otro, las croquetas –siempre en plural, porque la dosis unitaria se nos antoja demasiado mezquina–– se popularizaron durante la Restauración y el Tercer Imperio en los comedores aristocráticos y burgueses del Hexágono, antes de viajar al sur para conquistar la península ibérica durante el siglo XIX.
Guillermo Moyano ya se refiere a ellas en El cocinero español y la perfecta cocinera (1867), apuntando que pueden hacerse de carne, pescado fresco o bacalao. Y Emilia Pardo Bazán reivindica su españolidad en La cocina española antigua (1913), al sugerir que la croqueta francesa es “enorme, dura y sin gracia”, mientras que “nuestras croquetitas se deshacen en la boca, de tan blandas y suaves”. ¿Acaso el secreto de tal cremosidad radica sólo en el tamaño de la porción o quizá también en reducir la cantidad de harina y enriquecer o cambiar la mantequilla por manteca de cerdo u aceite de oliva? Quien sabe…
Lo único cierto es que, en épocas de hambrunas, las croquetas se impusieron en la piel de toro como un elemento más de la encomiable cocina de aprovechamiento, al mismo nivel que la empanada o la ropa vieja. Fueron tiempos duros: guerras carlistas, la terrible pandemia conocida como gripe española, la revolución obrera de Asturias, la Guerra Civil… Y los excedentes de los pucheros de la víspera eran un auténtico tesoro en manos de guisanderas hábiles.
Para cualquiera que naciera o creciera en aquellos tiempos aciagos, al sur o al norte de los Pirineos –allá arriba también tuvieron lo suyo, en forma de dos guerras mundiales–, los tropezones de la víspera saciaban estómagos famélicos bien arropados por los hidratos o la masa que hubiera a mano. En La cocina del mercado, En ese sentido, el añorado Paul Bocuse, que vino al mundo en el periodo de Entreguerras y luchó en la Resistencia, reivindicaba en su imprescindible La cocina del mercado (1976), los gratons de puerco y fritons de pato como básicos incuestionables de la despensa lyonesa. Puro reciclaje.
En nuestro país, donde proclamamos orgullosamente que del cerdo, hasta los andares, somos expertos en aprovechar las sobras del día anterior. A veces, con exceso de celo. Tal es así que el maestro Néstor Luján, en El ritual del aperitivo (1995), se declaraba cauto sobre las croquetas de origen incierto: “Muchos recelamos de las croquetas de los establecimientos que no conocemos. Pasa con ellas como con los embutidos, a los que se aplica el antiguo y socarrón adagio carne en calceta, para quien la meta”. Pero volvemos a despistarnos…
Un gran gourmet que se fue demasiado pronto me enseñó que las croquetas –como la tortilla de patatas– son una buena forma de testar el nivel de cualquier casa de comidas, lujosa o canalla. «Antes de lanzarte a encargar los callos o la pularda de medio luto, pide una tapa simple y casera, a ver cómo se desenvuelven», decía. ¡Y tenía razón!
Como casi todos los países tienen su propia versión de la croqueta, en plan «porción de masa rellena de un picadillo y ligada con bechamel o puré, que se reboza y fríe», esto me ha dado pie para realizar la prueba del algodón no sólo en mi tierra natal, sino en innumerables viajes, divirtiéndome con las versiones alemanas y holandesas con puré de patata, la italiana con masa de arroz, la centroamericana con puré de yuca o las de Oriente Medio con bulgur. Todo para descubrir, al final, que las mejores –o, al menos, mis favoritas– se hacen en España, como bien dijo Pardo Bazán.
Las croquetas me gustan infinito. Pero lo que más me gusta es comerlas en domicilio ajeno, bares o restaurantes. Para mí, pertenecen a la categoría de recetas que evito debido a las molestias que la elaboración puede entrañar. Don’t try this at home, rezaba un viejo eslogan publicitario anglosajón y yo, en lo referente a frituras y otras preparaciones que incluyen humos y salpicaduras, lo cumplo a rajatabla, por confort y vaguería. Pudiendo ir a disfrutarlas fuera, para qué alterar la paz del hogar.
Dicho esto, entenderán mejor que me considere un experto en el tema. Puedo opinar objetivamente porque nunca diré que las mías –o las de mi esposa– son insuperables. Hace varios lustros, cuando la gastronomía no estaba de moda como ahora, llegué a impulsar un concurso entre los lectores de la revista Metrópoli para escoger las mejores croquetas de Madrid. Todavía recuerdo que salieron vencedoras las de El Quinto Vino, teniendo como finalistas las de Dantxari y algunas entrañables casas hoy cerradas como Príncipe de Viana o El Tomillar.
Con el auge de la cocina de vanguardia y la aparición de nuevas técnicas e ingredientes, hoy las croquetas pueden ser rotas como las de Dani García, líquidas como las de Ferrán Adriá y hasta cuadradas como las de Martin Berasategui; cuando no incluir entre sus ingredientes súper-alimentos como la espirulina o el guaraná. Y el abanico se ha ampliado tanto que, para estar en la onda, hay que leer la reciente monografía Croquetas Gourmet de Chema Soler (Libros Cúpula), que incluye adaptaciones inimaginables de la receta tradicional.
Para mí, lejos de tanta aventura sápida, resultan un bocado familiar y reconfortante, que se ingiere con pasmosa facilidad, acompaña divinamente el chateo y trae recuerdos nostálgicos de sabores perdidos. Por eso me hizo tanta ilusión, en una lejana edición de Madrid Fusión, formar parte del jurado del Campeonato Internacional a la mejor Croqueta de Jamón del Mundo, promovido por ese productor de fastuosos perniles que es José Gómez, alias Joselito.
A ambos lados, tenía a dos auténticos maestros del tema: Nacho Manzano (Casa Marcial, Arriondas) y Francis Paniego (Echaurren, Ezcaray). “¿Aceite o mantenquilla? ¿Nuez moscada o no?”, les pregunté inocentemente. Para mi sorpresa, mis amigos no se pusieron de acuerdo en ninguno de los dos puntos. Lo cual demuestra que, en cuestión de croquetas –como en tantas cosas– no hay reglas fijas y todo depende del cariño que se pone. Lo único que tengo claro es que me gustan más con un viejo fino en rama que con un champagne. Para el resto, inventen ustedes sus propias reglas…