THE OBJECTIVE
Joaquín Jesús Sánchez

Comer de memoria

«Cuando era pequeño, mi madre me decía que las navidades le parecían tristes, que ya lo entendería cuando creciese»

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Comer de memoria

Annie Spratt | Unsplash

Iba a enfangarme con lo del salario mínimo, la eutanasia y el carajal de los protocolos sanitarios, pero miren: esta noche es Nochebuena y mañana, Navidad. Cuando era pequeño, mi madre me decía que las navidades le parecían tristes, que ya lo entendería cuando creciese. Es curioso, pero mi carácter melancólico todavía no ha jugado esa baza y ya tengo treinta palos. Me pasa, sin embargo, que siempre que llegan estas fechas me acuerdo de la tía Antonia, que era, en realidad, mi tía bisabuela. Vivía unos números más abajo que mis abuelos y tenía una de esas casas antiguas que están construidas alrededor de un patio. Cuando niño, bajaba por las tardes a recoger jazmines cerrados de su jardín, que poníamos en tarrinas de tulipán y repartíamos por las habitaciones para que se abriesen durante la noche y perfumasen la casa. La tía Antonia hacía un bizcocho de yogurt en un molde con forma de rosquilla y dejaba a sus «favoritos» rebañar la masa sobrante con el dedo. No me acuerdo de ella en estas fechas por eso, sino porque en su casa solía haber de esas almendras de turrón y oblea y peladillas. La verdad es que no me gustan demasiado, pero siempre que las veo las compro y me las llevo a casa.

No se sorprenderá usted, querido lector, de mi afición a la manduca, teniendo en cuenta que el total de mis obras completas se resumen en un opúsculo titulado El Glotón. Con los años no me habrá llegado la tristeza navideña, pero he aprendido a apreciar el afectuosísimo acto de dar de comer. Por estas fechas, mi madrina, la tía Conchi, hacía un paté de pescado que acabó convirtiéndose en una pequeña tradición familiar. Siempre se esforzaba por hacer cosas delicadas que llevar a la mesa, como unos mejillones aliñados en los que el pimiento parecía cortado con escuadra y cartabón. Cuando el cáncer la mató hace casi cuatro años encontré, al volver a mi piso en Madrid, un tarro con aceitunas al fondo del frigorífico. Me las había dado en Navidad y no me las había terminado.

La vida, amigos, tiene estas cosas. Sé que la abuela Concha nunca me volverá a hacer espinacas, pero puedo prepararlas a su manera y compartir un rato la mesa con su recuerdo. Estas cosas no me entristecen demasiado, más bien me reconfortan. Puedo volver a disfrutar con ellas. Quevedo dejó escrito que «escuchaba con sus ojos a los muertos». Yo prefiero hacerlo con la memoria y con la boca.

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