Monopolyos
«El problema de limitar la libertad de expresión es que no sólo nos quita el derecho a equivocarnos, sino el derecho a rectificar»
El discurso de Trump después del asalto es mucho más importante que sus discursos anteriores. Trump parecía tan sorprendido como el mundo entero de que alguien se hubiese tomado la revolución en serio. No es la primera vez que lo vemos. En todos los juegos infantiles pasa que todo es un juego hasta que alguien se lo toma demasiado en serio y de las risas se pasa a los lloros y de los lloros a las duchas y las cenas y a la cama que mañana hay colegio. Es tarea de los adultos recordar entonces que era un juego y que pegarse está mal y que después del susto mejor tratar de pasar página y volver a la rutina habitual. Ese fue el discurso de Trump y es paradójico que sea ese, quizás el más adulto de todos los suyos, el que ya no pudo publicar en Twitter. ¿Demasiado tarde? Quienes tanto insisten todavía en compararlo con Hitler harán bien de recordar el discurso final de esa genial parodia que es El Gran Dictador, cuando el tiránico hombrecillo abandona sus ambiciones totalitarias para abrazar la paz y el amor universal y salvar con ello a la humanidad entera. La película da para lo que da, porque Chaplin no era Hitler, pero quizás la realidad pudiera dar para algo más, porque tampoco Trump lo es. El problema de limitar la libertad de expresión es que no sólo nos quita el derecho a equivocarnos, sino el derecho a rectificar. E, incluso, y en algunos célebres casos, a servir con ello de ejemplo a sus seguidores.
Twitter también llegó demasiado tarde. Twitter ha cerrado la cuenta de un expresidente porque con el Presidente no se atrevió. Y no se atrevió porque por aquel entonces su valentía y su rectitud moral le podría haber salido demasiado caras. Trump les advirtió que si iban a controlar lo que publicaban, que si iban a comportarse como un medio de comunicación, deberían responder como un medio de comunicación. Y Twitter no puede hacer eso sin renunciar a su natural y lógica aspiración de monopolizar la conversación pública. Que Twitter tenga ya, de facto, el monopolio de esa conversación es irrelevante. El problema es que no pudiera perderlo. El problema de este monopolio, como de todos los demás, no es que tenga un porcentaje demasiado grande del mercado sino que no permita la emergencia de sus competidores, como hicieron con Parler. Igual que hace años estábamos todos en Facebook, en unos meses deberíamos poder estar en Parler. El peligro es siempre la falta de alternativas.
Por eso hay algo sospechoso en las críticas de Merkel. Porque hace unos meses era ella quien advertía al partido AfD, y con ello al Bundestag y a todo Alemania y a Europa y al mundo civilizado, que la libertad de expresión tiene sus límites. La diferencia, claro está, es que entonces el límite lo ponía ella y ahora no. Que lo hiciese en nombre de la democracia y la libertad, en contra del odio y de los ataques a la dignidad de las personas y del resto de los sospechosos habituales es lo de menos. Porque eso es exactemente lo mismo que dice el barbudo de Twitter y ahora parece, y con razón, que no cuela. Porque en este debate de lo que se trata, al fin, es de decidir quién tiene el monopolio de la censura, y yo prefiero al loco de la barba porque de él sé cómo protegerme. Sé cerrar Twitter y sé abrirme una cuenta en Parler y sé abrirlo desde un navegador u otro si es que mi móvil ya no me permitiese bajar o usar la aplicación. Sé incluso discutir o al menos hablar con otros humanos y escuchar lo que dicen en el mundo real. Twitter tiene un poder enorme, pero es un poder esencialmente limitado. Hay un afuera ineludible de las redes sociales, pero no a las redes estatales. Twitter sólo puede limitar lo que se dice en Twitter, pero Merkel y la democracia pueden limitar lo que se dice en cualquier lado. El único afuera que se conoce a la realidad que gobierna el Estado son, precisamente, esos derechos que el Estado parece que cuestiona o que defiende más o menos y según le convenga.