THE OBJECTIVE
Juan Claudio de Ramón

El talento y el genio

«Tener talento, recuerda una parábola del evangelio, es tener dinero, una forma de patrimonio o riqueza. Bernini murió millonario tras trabajar para once papas y varias familias reales. El genio, pensemos en Van Gogh, Goya o Mozart, a menudo sucumbe en condiciones miserables»

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El talento y el genio

Mateus Campos Felipe | Unsplash

Quien quiera evaluar en persona la diferencia entre talento y genio ha de pasear, una mañana luminosa de sábado, por la vía del Quirinale en Roma. Encontrará allí, separadas por cien metros de cicatero bordillo, dos pequeñas iglesias. Una provocará en el visitante un seguro sentimiento de admiración; reconocerá la gracia de su planta ovalada, la belleza de su pórtico, el buen gusto de su decoración. La otra le llevará fuera de este mundo.

Debemos la primera iglesia, Sant’Andrea al Quirinale, al talento de Bernini. La segunda, San Carlo alle Quatro Fontane, familiarmente llamada San Carlino, es obra del genio de Borromini. Algún lector objetará que regatee las credenciales de genio también a Bernini, dictador artístico de la Roma barroca. Pero ahí estriba precisamente una diferencia: el talento de Bernini se desboca en todas direcciones: no hay un ramo de las artes que no domine. El genio, en cambio, se concentra en una única provincia del espíritu; así el de Borromini en sus edificios, capaces de latir como las cavidades del corazón. Decía Ingres que con talento se hace lo que se quiere y con genio lo que se puede.

La legendaria rivalidad entre Bernini y Borromini viene de molde, de hecho, para ilustrar la diferencia entre talento y genio. Frente a la seductora sonrisa de Bernini, la soledad polar de Borromini; frente al éxito mundano del primero, la vida torturada, rematada por un torpe suicidio, del segundo. Tener talento, recuerda una parábola del evangelio, es tener dinero, una forma de patrimonio o riqueza. Bernini murió millonario tras trabajar para once papas y varias familias reales. El genio, pensemos en Van Gogh, Goya o Mozart, a menudo sucumbe en condiciones miserables.

Paparruchas. ¿Acaso no hay genios felices? Evoquemos las vidas soleadas de Velázquez o Rafael. Fue el romanticismo alemán el que nos acostumbró a pensar la genialidad como atributo paredaño con la locura, propio de personalidades inestables, inadaptadas, hurañas, extravagantes, obsesivas, nacidas, por decirlo con palabras de un influyente título de Rudolph y Margot Wittkower, bajo el signo de Saturno. Kant creyó que el genio era puro instinto: no sabe explicar lo que crea, y así Newton, capaz de exponer paso por paso sus razonamientos, no era un genio, por muy radiante físico que fuese. Otras teorías aluden al medio. Se ha querido explicar la ausencia de grandes pintores ingleses con el argumento de que en Inglaterra llueve mucho. Turner, que vale por todos los impresionistas, pone en jaque la conjetura, aunque es cierto que trasegó mucho el caballete por la Europa continental.

Un asunto incómodo que no hemos de soslayar es de las mujeres y el genio. Mientras el talento parece estar bien distribuido por los sexos, la rara dádiva de la genialidad parece recaer sobre todo en varones, al menos si hemos de creer la nómina convencional de artistas y científicos geniales. Es un avatar más de la disputa entre cultura y herencia. Desde la óptica del feminismo se alude, de modo plausible, a la discriminación durante siglos en el acceso a la instrucción. También a la construcción social del genio como excluyente de campos de la estética donde las mujeres podían brillar. Con perspicacia, la teórica Christine Battersby observa que el romanticismo hizo del genio un individuo total, hermafrodita, que suma al teórico rasgo dominante masculino, el entendimiento, el supuesto rasgo aventajado de la feminidad, la sensibilidad. Las metáforas asociadas al arte genial proceden del universo de la maternidad: el genio concibe, gesta, da a luz con gran dolor y esfuerzo, etc. Camille Paglia piensa en cambio que las barreras sociales no explican bastantemente la menor presencia de mujeres en el canon. La prevalencia masculina se debería al mayor número de varones en los márgenes aberrantes de la personalidad: «No hay un Mozart mujer por la misma razón por la que no hay un Jack el Destripador mujer».  La genialidad sería un tipo de deformación, una forma de monstruosidad, que la naturaleza quiere menos presente en términos estadísticos en el sexo femenino.

Es posible que los hombres se beneficien de una mayor tendencia al egotismo para darse a la creación. Sin embargo, el hecho de que en disciplinas jóvenes como la novela, nacidas en épocas en que la mujer empezaba a lograr su independencia, la lista de obras perdurables –de Austen a Lispector, pasando por las Brontë, George Eliot, Pardo Bazán, Wharton, Woolf o Yourcenar– se equilibre bastante, apunta a un freno social que tiempo atrás menguaba las posibilidades de la mujer para acceder al estatuto de gran artista. Pero esta discusión no debería enfrentarnos. Si fuera cierta la tesis de que el genio es alguien que se malquista con su época, al que solo el futuro prestará atención y cuya circunstancia linda con lo enfermizo, tan poco envidiable don sería para un sexo como para el otro. Antes que ser ungido con los óleos del genio, ¿no es mejor tener talento y moldear hermosos castillos en la arena, cosechando el aplauso efímero, y sin que nos importe un rábano la marea acechante del olvido? Añadamos, en fin, que el talento rara vez engaña a quien lo posee; el genio, por contra, levanta un sinfín de expectativas infundadas.

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