THE OBJECTIVE
Argemino Barro

La tragedia del emperador Cuomo

«La tradición política neoyorquina es mafiosa y autoritaria. Las palancas de poder que subyacen en esta ciudad progresista, cosmopolita y multirracial suelen ser accionadas por individuos bregados, por no decir sin escrúpulos»

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La tragedia del emperador Cuomo

Seth Wenig | AFP

«No voy a dimitir», dijo Andrew Cuomo el pasado miércoles, azuzado por las recriminaciones de acoso sexual. La verdad es que nadie esperaba otra cosa. El gobernador de Nueva York pidió perdón y dijo no haber sido consciente de que sus comentarios y gestos habían sido inapropiados, pero ¿dimitir? Cuomo sigue siendo Cuomo. El emperador de Nueva York.

La tradición política neoyorquina es mafiosa y autoritaria. Las palancas de poder que subyacen en esta ciudad progresista, cosmopolita y multirracial suelen ser accionadas por individuos bregados, por no decir sin escrúpulos. No es que sea solo culpa de ellos; la historia de Nueva York engendra determinados hábitos, como los engendra la cárcel. ¿Podría un preso considerado y sensible sobrevivir en la Isla de Rikers? ¿Pueden los políticos idealistas hacerlo en Nueva York?

Aquí hubo una red clientelar, la famosa Tammany Hall, que gobernó la ciudad y el estado durante más de un siglo. Sus jefes encabezaban un complejo esquema de sobornos y recolección de papeletas. En realidad, si dejamos la moral a un lado, era una corrupción provechosa y hasta eficiente. Los empresarios simpatizaban con Tammany Hall por lo fácil que era saltarse la burocracia, y las nuevas comunidades inmigrantes, sobre todo los irlandeses, fueron obteniendo prebendas y puestos políticos gracias a Tammany. Las redes clientelares también pueden ser inclusivas.

La red de Tammany fue derrotada en los años 30 del siglo pasado. El gobernador de Nueva York y luego presidente de EEUU, Franklin D. Roosevelt, libró con ellos una cruenta batalla, y el enérgico Fiorello LaGuardia fue el primer alcalde anti-Tammany de la historia de la ciudad  que logró ser reelegido.

Los caudillos ya no están, pero su huella permanece, como permanecen las tradiciones. Si uno quiere bailar con el Diablo, se suele decir, tiene que hacerlo a su ritmo. Y Cuomo ha demostrado ser un excelente bailarín, un ejemplar puro de la política neoyorquina: eficaz, dominante, vengativo.

Esto no es necesariamente malo. Cuando hubo que tomar decisiones, se tomaron. Y con pulso de hierro. Es verdad que Cuomo, a diferencia del alcalde, Bill de Blasio, tardó más de la cuenta en reconocer la gravedad del coronavirus[contexto id=»460724″]. Pero cuando lo hizo, con una curva fuera de control y los cuerpos apilados en camiones-nevera a la puerta de los hospitales, esa maldita curva comenzó a bajar con el ritmo sostenido de una sinfonía. Y desde entonces ha estado relativamente dominada.

La población, por mucho que nos guste hablar de la ignorancia ajena, no es estúpida. Y Cuomo logró una popularidad de encuesta cocinada: casi un 90% de los neoyorquinos aprobaba su gestión.

Nadie esperaba otra cosa. El gobernador no suele caer bien, la gente lo compara con un bulldog, dice que su lado siciliano, temperamental, desconfiado, le juega malas pasadas, y los cómicos se ríen de su forzado sentido del humor, que parece esculpido en madera. Al mismo tiempo, Cuomo acciona las palancas de poder con una precisión milimétrica. Se trata de un jefe insistente, metomentodo, que se presenta de golpe en cualquier despacho de su gobierno a aconsejar, amonestar y dar muchas órdenes. Algo que aprendió por ósmosis de su padre, el otrora gobernador neoyorquino Mario Cuomo, a quien acompañó estrechamente en sus tres mandatos.

La entrega de Cuomo, junto a su carácter vindicativo y esas frías ruedecillas de la estrategia que parecen estar siempre girando detrás de sus ojos, fue uno de los modelos para el personaje de Kevin Spacey en la serie House of Cards. Un político astuto que va directo al hueso, como dice el propio Frank Underwood: «El camino al poder está pavimentado con hipocresía y víctimas. Never regret».

Pero la política es una tragedia griega y a la gloria le suele seguir la debacle. La salida, el pasado octubre, de un grueso libro firmado por Andrew Cuomo en el que este presumía de haber metido al coronavirus en vereda, no cayó del todo bien, como tampoco lo hizo el hecho de que le otorgaran ¿un Emmy? ¿Por sus comparecencias televisivas? ¿En serio? Así es. El idilio con la opinión pública y publicada había sido intenso, y al amor le sucedió el hartazgo: la sensación de que quizás el gobernador, con la vista puesta en la Casa Blanca, había abusado de su popularidad.

Luego llegaron los escándalos. Primero descubrimos que la administración Cuomo, como dejó caer accidentalmente una consejera suya, habría ocultado las abominables cifras de muertes de COVID-19 en las residencias de ancianos. Y luego (aunque una ya había dado el paso en diciembre) tres mujeres le acusaron de haberse propasado; dos de ellas cuando trabajaban para él.

Las mismas plumas que lo habían elogiado se ponían ahora en su contra, igual que personalidades de su propio partido. Las llamadas agresivas de Cuomo, las amenazas, los insultos, los 45 minutos de gritos en medio de la noche al otro lado del teléfono, cansaron al congresista estatal Ron Kim y este tiró de la manta. Otros hicieron lo mismo, y desde hace unos días escuchamos un coro de voces pidiendo su caída.

Es posible que cuando lean estas líneas haya pasado algo: una acusación más, una dimisión. Aunque tenemos que ser conscientes de que el drama y el ruido suelen ser pasajeros. Ninguna noticia dura para siempre, y Cuomo lo sabe. No es la primera vez que navega por un escándalo. Cuando escuchen la palabra impeachment, miren los números: en la Asamblea estatal de Nueva York, solo ocho de los 105 demócratas han pedido su dimisión. En el Senado, seis de 43. Y su partido controla dos tercios de ambas cámaras. Cuomo sigue siendo Cuomo, y Nueva York su imperio.

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