Tanta estupidez
«El 15-M y el procés fueron los dos síntomas más evidentes de una degradación del sistema que no parecía irreversible. No lo parecía porque el mito europeo pervivía en el inconsciente nacional como un credo particularmente sólido»
La España de la pasada década era un país que todavía conservaba un ritmo interno. La crisis del 2008 había demolido las grandes apuestas económicas de finales de los noventa y principios del dos mil, orientadas a la construcción, la inmobiliaria y la banca. Era un crecimiento con esteroides, que se beneficiaba de los bajos tipos de interés, los fondos europeos, la rápida normalización ante un relativo atraso secular y lo que ahora podríamos denominar la «moda España». Porque, en efecto, España fue el alumno ejemplar del fin de la Historia pronosticado por Fukuyama, el estudiante de nota que brillaba en una Europa del Sur ya entonces aquejada del mal de la baja productividad. En nuestro país, sin embargo, estaba todo por hacer y todo se quería hacer rápido y se pensaba que bien. 2008 acabó con la Florida del Mediterráneo –como algunos nos llamaban– y quedó un solar endeudado, una casa en ruinas.
El 15-M y el procés fueron los dos síntomas más evidentes de una degradación del sistema que no parecía irreversible. No lo parecía porque el mito europeo pervivía en el inconsciente nacional como un credo particularmente sólido. La Unión podía ser dura en sus exigencias de austeridad, pero garantizaba la aplicación de políticas racionales en lugar de los tradicionales aspavientos de la demagogia. Entre 2008 y 2012, el nuestro era un país estresado que miraba al futuro con pesimismo, aunque también con determinación.
Tras el primer año de reformas de Rajoy –impuestas por Berlín a cambio del rescate bancario–, la normalización económica empezó a abrirse paso. Ya no era la España del milagro, aquel toro de lidia que protagonizó las portadas de la prensa internacional, cuando nuestras primeras multinacionales crecían a golpe de talonario, pero sí un país cuya industria empezaba a recuperar competitividad a marchas forzadas –gracias a un durísimo ajuste interno, todo hay que decirlo– y el turismo batía récords históricos. Cataluña y Podemos constituían la expresión de un malestar nuevo y perturbador, desconocido por su intensidad, si bien tenían algo –eso creíamos– de coyuntural: Europa era un marco de progreso sin vuelta atrás. Nos equivocamos.
Aquella década vio también la irrupción de un especial espíritu reformista, ligado a la entrada de una nueva generación de políticos y opinadores. No era exactamente el político orgánico que asciende desde las juventudes de los partidos –que también–, sino jóvenes doctores formados en universidades extranjeras, politólogos y académicos que utilizaban un lenguaje novedoso. Muchos se articularon en torno a Cs –un partido catalán antinacionalista que se había mostrado dispuesto a dar el salto a todo el país–, algunos en torno al PSOE y otros pocos en torno al PP. Su lenguaje dejaba atrás los ochenta y los noventa –con sus apelaciones reiteradas al thatcherismo y a la socialdemocracia clásica– para plantear la modernización de ambos discursos: una protección social más eficiente y justa, junto a una economía más moderna y competitiva. El modelo eran los países escandinavos, con Dinamarca a la cabeza. O eso se decía.
El sainete que se ha representado estos días en Murcia, y su extensión a Madrid, refleja lo que queda de aquella energía. Lo que queda o lo que quizás siempre fue: el oportunismo de unos cuantos, la ingenuidad de otros. En todo caso, lo cierto es que de la mirada al norte hemos pasado a un vodevil digno de los peores momentos de nuestra historia. Llamar dantesco a este espectáculo sería dignificarlo. Mi pregunta es bien sencilla: ¿cómo se ha podido sumar tanta estupidez? ¿Cómo es posible tan poca responsabilidad? ¿Y cómo se ha podido desperdiciar tanto afán reformista y tanto capital político?