THE OBJECTIVE
José Carlos Llop

Quest for Zagajewski

«Zagajewski es un poeta en el que el paisaje se hace filosofía; las emociones, ideas exactas; las ideas, paisaje y el paisaje, memoria»

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Quest for Zagajewski

Jacek Bednarczyk | EFE

Las dos ocasiones que he estado con Adam Zagajewski tuve la misma impresión: que me encontraba junto a un monje ensimismado en su oración interior como forma de relacionarse con el mundo y que ese monje lo había pintado Giotto. Parecía que acabara de salir de la biblioteca del monasterio y que aún llevara las yemas de los dedos teñidas de escarlata, verde y oro, al haber miniado algunas páginas de un libro sobre la celebración de la vida y la magnificencia de Dios. Ambas veces el encuentro tuvo lugar en Mallorca, mi isla.

La primera fue en la comida que hubo tras la ceremonia de inauguración del retablo cerámico de Miquel Barceló en la catedral de Palma. A mi izquierda se sentaba la directora de Arte Moderno del Louvre y a mi derecha la mujer de Zagajewski, Maya, que es psicoanalista y había sido actriz. A su lado estaba el poeta polaco. La escena la describí en mi libro sobre Palma, En la ciudad sumergida, así como la conversación que mantuvimos Barceló, él y yo tras la comida. La segunda ocasión tuvo lugar en una lectura poética con su traductor Xavier Farré en el Estudi General Lulià, una de las instituciones más antiguas de Mallorca. Zagajewski recitaba en voz muy baja y sus versos eran un murmullo acuático que se encabalgaba fluidamente una y otra vez: el misterio de la voz como parte del misterio de la poesía. Bajo el tono de esa música suya me acordé de cuando descubrí sus poemas y apenas nadie sabía en España de su existencia.

La primera noticia que tuve de Adam Zagajewski fue en octubre de 1992. Yo había acabado mi traducción de la poesía de Derek Walcott y hacía 15 días que le habían dado el premio Nobel de Literatura al poeta antillano. Una semana después, Juan Manuel Bonet me envió la fotocopia de un artículo del académico sueco Lasse Söderberg. En aquel artículo, Söderberg hablaba de un cenáculo de poetas amigos, esparcido por el mundo. ¿Sus nombres? Joseph Brodsky, Derek Walcott, Seamus Heaney, Adam Zagayewski (sic) y Tomas Tranströmer. Dos ya habían conseguido el Nobel. Otros dos lo conseguirían años después, Heaney y Tranströmer. Pero aquel artículo hacía hincapié en un extraordinario poema de Zagajewski —’Viajar hasta Lwöw’— que había leído Derek Walcott en las Jornadas poéticas de Malmö la primavera anterior. «Los que estábamos en la sala —finalizaba Söderberg— no habíamos considerado anteriormente a Zagayewski (sic) como candidato al premio y lo hicimos desde aquel momento». Año 1992, repito, hace 30 años casi.

Meses más tarde viajé a París y en la Librería Polaca del bulevar Saint-Germain compré mi primera antología de Zagajewski: Palissade Marroniers Liseron Dieu, en la bonita edición de Fayard, junto con un par de ensayos. A partir de ese momento me dediqué a esparcir que el polaco sería un próximo nobel de Literatura. Adapté uno de sus poemas para un libro mío, lo evoqué en bastantes artículos, introduje uno de sus versos en el poema que escribí a la muerte de mi padre, intenté publicar una antología —traducidos sus poemas del francés y el inglés— en Lumen, pero Jaume Vallcorba ya había comprado los derechos para Acantilado… en fin. Al cabo de un tiempo aparecieron Tierra de fuego en Acantilado y, de la mano de Pre-Textos y Martín López-Vega, la primera antología de sus versos publicada en España y traducida por Elzbieta Bortkiewicz. Habían pasado 12 años desde la lectura del artículo de Lasse Södeberg y mis primeras pesquisas zagajewskianas.

El Nobel se lo dieron a una gran poeta polaca, madame Szymborska, y pensé que la cosa iba a retrasarse más de la cuenta; tampoco el gran Zbigniew Herbert, por no salirnos de Polonia, lo había conseguido. Desde entonces he tenido a Zagajewski por el mejor poeta europeo vivo —comparable a Milosz o Brodsky (de donde él, junto con Eliot y Auden —y Rilke al fondo— procede) o al israelí Amijai, por ejemplo—, aunque su tono poético descendiera un poco en los últimos libros, en paralelo a su éxito y acogida internacionales. Ocurre a veces; menos a Borges, suele ocurrirles a casi todos. Pero Zagajewski es un poeta en el que el paisaje se hace filosofía; las emociones, ideas exactas; las ideas, paisaje y el paisaje, memoria, y eso habla de todos nosotros, los hombres: el lenguaje de la tribu, que dijo Mallarmé.

Como escribió Michael Hofmann, el yo de sus poemas no es individual, sino colectivo; de ahí que su poesía haya calado lo que ha calado entre nosotros. Adam Zagajewski pertenece a una corriente poética donde el mundo clásico, el humanismo y la espiritualidad occidental conforman el humus y que, sin descuidar, lo contemporáneo es más antimoderna que moderna, entendiendo aquí por moderna la genealogía rupturista que se instala a partir de Rimbaud y desemboca en los surrealistas, disolutorios y disolventes. Zagajewski no participa de esa ruptura —ni ideológica, si puede decirse así, ni formalmente— y no lo hace, además, de manera radical: tomando posiciones. Como Joseph Brodsky. Y como esto apenas se va a comentar ahora, conviene recordarlo.

He hablado al principio, refiriéndome a la imagen del poeta, de un monje románico pintado por Giotto cuando el Románico ya empezaba a ser pasado. Y aquí regreso a la verdad de esa época —Poesía y verdad, escribió Goethe— porque leyendo los poemas de Adam Zagajewski el mundo es otro y distinto, más lúcido, luminoso y habitable, y las formas que amamos en la cultura se renuevan una vez más. Entre un interior de Vermeer y el ‘Señor ten piedad de mí’, de la Pasión según San Mateo de Bach. Y a partir de ahí la historia y la poesía de Europa y lo mejor de nosotros en ella. Los buenos poetas siempre se van demasiado pronto, pero nunca dejan desvalido al mundo.

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