Decir adiós a la austeridad
«Crear y sostener un ecosistema favorable a la inversión exige seguridad legal, desregulación, una imposición favorable, infraestructuras de calidad, capital humano y know-how»
El mundo parece decir adiós a la austeridad y lanzarse con alegría a un gasto público masivo como quizás no se veía desde la II Guerra Mundial. Ahogados por el endeudamiento masivo, la baja inflación, el envejecimiento demográfico y el escaso crecimiento de la productividad, los gobiernos han llegado a la conclusión de que sólo la artillería del gasto público –a una escala inaudita– puede devolver el vigor a la sociedad. La magnitud de la apuesta realmente impresiona, ya se hable de nuevas infraestructuras, de inversión en I+D o de transferencias directas al bolsillo del contribuyente. En Estados Unidos, entre los diferentes planes que ya se han aprobado o que se quieren aprobar, se contempla un gasto equivalente al 15 % del PIB del país. De hacer caso a The New York Times, el programa de infraestructuras diseñado por Joe Biden iría destinado a más de treinta mil kilómetros de carreteras y diez mil puentes, e implicaría inversiones superiores al billón de dólares en energía sostenible, vivienda, industria e investigación científica. Por supuesto, queda por ver cómo y con qué cuantía se aprobará finalmente.
A otra escala, el Gobierno español también avanza en su propuesta para invertir los setenta mil millones de euros asignados a nuestro país por los fondos europeos, que se dedicarán en su mayoría a la modernización de las administraciones públicas, al impulso del hidrógeno verde, a la conectividad 5G, al desarrollo de una industria propia de energías renovables –incluido el coche eléctrico– y, finalmente, a la inteligencia artificial; todos ellos campos punteros en los que España (y Europa en general) ha quedado atrás en estos últimos años y que recibirán ahora –se espera– un importante impulso con estos fondos.
La enorme inversión que a nivel global va a tener lugar en los próximos cursos debería garantizar, tras el impacto de la pandemia, unos años de crecimiento; pero, como sucede siempre, más importante que la lectura inmediata de estas políticas es su efecto a largo plazo. ¿Se perderán los fondos europeos en el sumidero de las elites extractivas? ¿Ayudarán realmente a incrementar la productividad y la competencia de la industria española? ¿Habrá inflación y, si la hay, permitirá reducir el peso del endeudamiento sin castigar en exceso las rentas bajas y medias? ¿Qué supondrán estos planes de gasto a la hora de diseñar la política impositiva? ¿La enseñanza, con sus repetidos fracasos en los estándares internacionales, sabrá dar respuesta a los retos formativos del futuro? ¿Y cómo se equilibrará el necesario impulso público con la libertad empresarial?
Los modelos de éxito escandinavos nos hablan de la importancia de mantener la tensión entre las políticas de bienestar y la liberalización económica, entre la generosidad presupuestaria y la apertura al dinamismo empresarial. Crear y sostener un ecosistema favorable a la inversión exige seguridad legal, desregulación, una imposición favorable, infraestructuras de calidad, capital humano y know-how. Las oportunidades para España y para Europa están ahí, si no se malgastan en debates estériles y en polémicas interesadas que sólo animan a la confrontación. No se trata de una última oportunidad para la UE, pero sí de una ocasión para volver a pensar en grande y asumir –sin ingenuidad ni un exceso de idealismo– el peso de nuestra responsabilidad generacional.