La pasta de dientes y los votos
«Los políticos quieren que se confíe ciegamente en la grandiosidad de sus eslóganes. A la inmensa mayoría de los electores les sirve con que los errores gubernamentales no los tengan que pagar ellos»
Las campañas electorales siempre terminan deformando la realidad con sus excesos e histrionismos. Su combustible es la irritación cotidiana y la frívola ostentación que se genera en cada acto de partido. Los medios de comunicación se suman gustosamente a esta dinámica para amplificar la distorsión en un escenario desquiciado por una agenda electoral, oficial o informal, que nunca concluye. Candidatos y electores nos trasfiguramos en hámsteres que ruedan y ruedan sin saber bien hacia dónde se dirigen. Ni tan siquiera lo deben tener claro esos especialistas en campañas que se han convertido en los consejeros más cercanos a los líderes del presente. Los políticos participan de este excitado juego, con sus acusaciones y recriminaciones impostadas, mientras el votante medio se pregunta si la sobreexposición predispone a la estupidez o si, en realidad, es al revés.
La hipérbole y la ironía funcionan convenientemente en este momento, aunque solo sea para el consumo interno de cada una de las tribus ideológicas en las que nos partimos. Y estas herramientas sirven porque el contexto mediático está dominado por las redes sociales, donde políticos y una minoría de partisanos virtuales exteriorizan los desacuerdos con palabras gruesas y pensamientos escuálidos. La hipérbole política es la mejor manera que han encontrado para eludir los problemas concretos. Y la ironía, que debería ser una herramienta para destapar dobles juegos e hipocresías variadas, se convierte en la máscara con la que conseguir el aplauso fácil de los ya convencidos. Entre el altavoz de redes o medios, la hipérbole y la ironía, el cóctel está servido. Y no son pocos los imprudentes que quieren probarlo.
Mientras tanto, fuera de los contornos digitales y de la contienda electoral, la vida sigue igual. El perspicaz David Foster Wallace lo entendió hace ya más de dos décadas, cuando la revista Rolling Stone le encargó cubrir las andanzas de John McCain en las presidenciales norteamericanas del 2000, «podemos votar por ellos [los candidatos], igual que podemos ir a comprar pasta de dientes. Pero no nos inspiran. No son reales». Seguimos en el mismo punto. Lo político es personal, claro, como el pan del desayuno, el dentífrico que elegimos para cuidar nuestra salud dental o el gel de ducha. Los políticos quieren que se confíe ciegamente en la grandiosidad de sus eslóganes. A la inmensa mayoría de los electores les sirve con que los errores gubernamentales no los tengan que pagar ellos. Y, con toda probabilidad, el próximo martes se votará con esto en mente.