Lobo con piel de chivo expiatorio
«Es precioso, por otra parte, que se haya quedado a solo diez días del décimo aniversario del 15-M: el movimiento no tanto del que surgió como del que se apropió»
Fue tan repugnante la despedida de Pablo Iglesias en la noche electoral de Madrid, que no pudo haber mejor colofón para su trayectoria. Estéticamente era lo que correspondía: su biografía política quedaba así perfecta.
Ahora vendrá un desfleque en programas basura y una gira interminable por países pardillos con las mitificaciones (y mixtificaciones) de su experiencia en el poder. En esa gira yo propondría que lo acompañara Ismael Serrano, para que (como Toquinho con Vinicius) hiciera sonar su guitarra, e incluso sus trémolos gargantiles, mientras Iglesias glorifica a Iglesias. «Cuéntanoslo otra vez, Pablo», podría ser el inicio de cada show (en el que Serrano no volvería a hablar).
Pero Iglesias no es el único que glorifica a Iglesias. Del ministro Castells para abajo, hemos asistido a un desfile sonrojante de panegiristas. Insisten (empezó el mismo Iglesias) en que Iglesias ha hecho historia. Yo lo único ‘histórico’ que le veo es la celeridad con que adquirió el chalet. Algo que, por otra parte, tiene tradición en España: abundó en los tiempos del pelotazo. Iglesias vendría a ser un epígono de aquello. Su novedad es la mercancía con la que especuló: ideologías de saldo.
Es precioso, por otra parte, que se haya quedado a solo diez días del décimo aniversario del 15-M: el movimiento no tanto del que surgió como del que se apropió. Triste apropiación, aunque sumamente pedagógica. Les ha dado un sentido sórdido a sus dos lemas principales. El ‘No nos representan’ ha resultado verdad: no, no los representaban, porque ellos serían peores. En cuanto al ‘Democracia real ya’: visto lo visto, cuánto mejor entonces la «irreal»…
Lo más pringoso de su despedida, con todo, fue el victimismo. El hombre que llegó a la política española explotando el odio, hurgando en el resentimiento, apelando al guerracivilismo, excitando pulsiones dañinas, alentando escraches, alertas y cercos y amenazando con tictacs, de repente se quejaba de ser un chivo expiatorio. Naturalmente, de «la ultraderecha»: ni siquiera en ese momento quejica dejaba de acusar.
Porque esa es la clave: su retórica del verdugo. En sus discursos violentos directamente; y sibilinamente en esos otros discursos suyos de vocecita suavona, de serenidad impostada desde la que no dejaba de emitir ítems acusatorios también. Iglesias solo ha sido capaz de instalarse en una supuesta posición de bondad para que de ese modo resultase más efectivo su señalamiento de los malos. Y así fue hasta su ultimísimo minuto.