Te cambiarán tus recuerdos y serás lo que ellos quieran
«Que un país tenga memoria no significa, naturalmente, que todos y cada uno de sus ciudadanos compartamos exactamente los mismos recuerdos de nuestra historia: ni yo mismo me acuerdo todos los días de las mismas cosas que me vinieron a la memoria durante el día de ayer»
Cuando hablamos de la memoria se diría que oscilamos entre dos extremos. Por un lado, la fría consulta de nuestro neurólogo y sus píldoras para no volver a olvidarnos de la compra. Por otro, los acalorados poemas de mucho literato, imbuido en sus remembranzas.
Tanto uno como otros, no obstante, comparten una certidumbre: la memoria es parte esencial de quienes somos. Afán al que de reciente se han sumado los historiadores. De hecho, se diría que los pedagogos modernos constituyen el único gremio decidido a caminar aquí contracorriente, con su creciente denuesto de lo memorístico; tal vez acertaba su gurú de hace ya años, Álvaro Marchesi, cuando implícitamente confesaba que es que habían sido malos alumnos.
En cualquier caso, acaso el lector añore, entre tanto guirigay, un argumento sólido que nos muestre todo el peso de la memoria a la hora de saber quiénes somos. Y es ahí donde (sorprenderá poco a quienes tengan la paciencia de leerme a menudo) creo que la filosofía nos podría ayudar. Sin la frialdad del farmacéutico que nos dispensa las pastillas de galantamina; sin los efluvios del poeta que quiere olvidar, e incluso olvida que olvidó.
De hecho, hay una vigorosa corriente de filosofía moderna que no es que afirme que la memoria me es importante, sino que llega incluso a sostener que es mi memoria la que hace que yo sea yo. Fue John Locke el primero que avanzó tan sugerente especie, allá por el siglo XVII; pero es un pensador mucho más reciente, Derek Parfit, quien nos inspirará un argumento para respaldarla, que paso a recapitular.
Nos ponía Parfit en la hipótesis de que tuviésemos un hermano gemelo y un día, por desgracia, ambos tuviésemos un accidente. Figurémonos además que tal infortunio le dejara el cerebro inutilizado, pero sano el resto de su cuerpo; mientras que yo quedaría justo en la situación contraria: con el cerebro sanísimo, pero el cuerpo destrozado. Si fuese posible un trasplante, argüía Parfit, y le pusiesen mi cerebro al cuerpo de mi mellizo, ¿el ser humano resultante sería mi hermano o sería yo?
Parece que la inmensa mayoría responderíamos que soy yo el que de algún modo «vivo» ahora en el cuerpo de mi gemelo, pues es mi cerebro (mis recuerdos, mis pensamientos, mi forma de ser) la que se ha trasladado allí.
Ahora bien, pongámonos a imaginar ahora de nuevo, y supongamos que es solo la mitad de mi cerebro la que sobrevive al accidente. Sabido es que mucha gente puede llevar vidas más o menos satisfactorias con solo medio cerebro (me ahorraré aquí toda broma sobre Adriana Lastra). De modo que, si fuese mi medio cerebro el trasplantado, seguiríamos reputando que la persona que sobrevive (en el cuerpo de mi hermano) soy yo.
Con todo y con eso, permítame el lector que, como es usanza entre los filósofos, compliquemos aún un poco más la cosa. Imaginemos que no éramos dos gemelos, sino tres trillizos, los que viajábamos en el vehículo que sufrió el mentado accidente. Y que a nuestro tercer hermano le queda sano solo la mitad del cerebro, igual que a mí. Los médicos por tanto trasplantarían al trillizo que conserva el cuerpo intacto medio cerebro de mi otro hermano y medio cerebro mío.
Vienen ahora las preguntas peliagudas. La persona resultante, ¿sería yo? ¿Sería mi hermano, el de la otra mitad del cerebro? ¿Sería los dos? Si mi yo permanecía cuando se trasladaba mi cerebro al cuerpo de mi gemelo, ¿no permanecerán ahora dos yoes en el mismo cuerpo? Pero ¿en qué sentido dos personas son el mismo cuerpo? ¿O ha surgido una cuarta persona de repente ahí?
Creo que muchos de nosotros responderíamos a este dilema de la manera en que los filósofos y los gallegos solemos responder: con otra pregunta. A saber, ¿de quién serían los recuerdos de ese ser humano con el cuerpo de uno de mis hermanos, medio cerebro de otro y medio cerebro mío? Si la persona resultante de tan pionera operación quirúrgica, pongamos, mantuviera idénticos los recuerdos que siempre tuve yo (aquel día infantil en que me separaron de mis hermanos trillizos para llevarme al oftalmólogo, verbigracia), creo que a muchos nos tentaría pensar que, después de todo, quien ha salido del quirófano he sido yo. O mi hermano, si mantuviera los recuerdos de este.
De hecho, si por azar quien saliera vivo de todo este accidente (¡y de estas preguntas filosóficas!) conservara los recuerdos tanto de mi hermano como los míos, creo que ahí sí que nos inclinaríamos a reconocer que ha surgido una nueva persona, extraña (con recuerdos de dos personas diferentes a la vez; algo ciertamente insólito). O también podríamos decir que, de algún modo, vivimos ambos, mi hermano y yo, en el cuerpo de nuestro tercer gemelo, pues perviven nuestras dos memorias en él. (Esto es, por cierto, lo que fantaseó Jorge Luis Borges en uno de sus cuentos, La memoria de Shakespeare).
La relevancia de nuestros recuerdos se capta, asimismo, si la comparamos con otras cosas que solemos pensar que nos caracterizan: como, valga la redundancia, nuestro carácter. Imaginemos que quien se recupera en la cama de la avanzadísima clínica de trasplantes cerebrales conservara, como hemos dicho, todos mis recuerdos; pero, sin embargo, hubiera heredado el afable carácter del hermano al que pertenece la otra mitad de su cerebro. (Yo, como el lector ya sabrá probablemente, estoy lejos de ser afable, caracterizándome más bien, según asevera toda la bibliografía consultada, el símil de un cardo). Y bien, ¿diríamos que solo por eso, porque el convaleciente tiene el apacible carácter de mi hermano, es entonces él?
Sin duda, la respuesta aquí ha de ser negativa: de hecho, estamos acostumbrados a frases tal que «Uy, cómo le ha cambiado por completo el carácter a Pepito desde que le han ascendido», sin que eso implique que Pepito ya no sea la persona que era cuando colegueaba con nosotros, antes de que los jefes se fijaran en él. Que Pepito cambie por completo de carácter no implicaría que yo ya no le pida los 20 euros que le presté un día, con la excusa de que «él ya no es el mismo». Y, sin embargo, si Pepito ya no conservara nada de su memoria pasada (porque Pepito ya no es Pepito, sino que le han trasplantado el cerebro de su hermano Papito), entonces yo no le exigiría a Papito, seguramente, o no con el mismo ímpetu, la deuda que contrajo conmigo Pepito, su cerebro anterior.
¿Qué conclusión podemos extraer de todas estas preguntas, que parecen entresacadas de una novela de ciencia ficción? Ciertamente hoy no podemos trasplantar memorias entre humanos, ni traspasarla de estos a un disco duro. Aunque sí que se ha logrado ya con caracoles.
Aun así, mientras la neurología avanza en tal empeño, hay otra memoria que todos sabemos que sí se puede manipular. El lector acaso se lo esté ya maliciando: me refiero a la memoria un pueblo o de una nación. Aunque ni un pueblo ni una nación sean un «yo». (De hecho, las disquisiciones de Parfit apuntaban a que nos cuestionásemos los límites del yo; pero hoy no entraremos ahí).
Planteémonos pues la pregunta de los trillizos accidentados, o de Pepito y su hermano Papito, como si se refiriera a nuestro país. ¿Qué es España? ¿Surgió de la nada con la Constitución del 78? Es claro que esto resulta imposible, pues esa misma Constitución afirma en su preámbulo que hay algo que la antecedía: la nación. ¿Qué es esa nación española, entonces, si cuenta con distintos miembros en cada generación? ¿Haber mantenido un mismo carácter nacional durante siglos? Resulta improbable que, caso de que existan los «caracteres nacionales», este haya podido ser el mismo antes y después de 1898, verbigracia, por mentar solo uno de los acontecimientos que conmovieron hasta la médula nuestro país.
¿No será entonces una misma memoria compartida (poco a poco creciente, claro, como todas) la que nos permita ligarnos con un español del siglo XIX, uno del XVIII o uno del XVII? Si esto fuera así, se explicaría llanamente la obsesión de todo político autoritario con modificar nuestra imagen del pasado; el empeño del político secesionista en crear dos, tres, diecisiete memorias diversas; la manía del político revanchista con obligarnos a todos a un recuerdo parcial.
Se entendería perfectamente que, cuando creemos discutir sobre batallitas de antaño, en realidad debatimos sobre quiénes somos ahora y quiénes queremos ser.
Se comprendería también que, para diseñar la España de 2050, el Gobierno de Pedro Sánchez haya puesto al frente no a un futurólogo, sino a Diego Rubio, de profesión historiador.
Concluyamos. Que un país tenga memoria no significa, naturalmente, que todos y cada uno de sus ciudadanos compartamos exactamente los mismos recuerdos de nuestra historia: ni yo mismo me acuerdo todos los días de las mismas cosas que me vinieron a la memoria durante el día de ayer. Lo único que implica es que no podemos dejar la memoria[contexto id=»382847″] en las ansiosas manos de quienes tienen planes para nosotros que no compartimos. Pues ello equivaldría a dejar en tales manos nuestro propio ser.
Si alguien borrara nuestras remembranzas comunes, ni todas las pastillas de un neurólogo servirían para volver a ser quienes fuimos: nos habríamos convertido en otro país ya. Puedo aceptar que las hipótesis cerebrales que he narrado antes suenen a narración fantasiosa; mas el relato cuando perdiésemos toda nuestra memoria de España, cuando quedásemos como pobre país desmemoriado que no sabe ni cómo vaga por el mundo ya, oscilaría más bien entre el género dramático y el vodevil.