De cómo llegamos a vivir en una democracia nihilista
«Es mucho más civilizado no tomarse ninguna convicción demasiado en serio, debatirlo todo desde tu sillón Chester sin excesivas ganas de implantarlo jamás»
Nos hallamos en época de exámenes, de manera que siento cierto reparo al sugerir la que bien podría ser una pesadilla estudiantil. Mas allá voy: ¿hay algo peor que no haberse aprendido la lección de la que nos examinarán? Sí: haberse esforzado mucho en aprender la lección equivocada.
A veces parecería que ese es el caso de Europa. ¿Cuál fue para este continente el suceso más señalado de ese libro de texto llamado Historia del siglo XX? Pocas dudas caben de que la Segunda Guerra Mundial; o su prólogo, nuestra guerra civil, en lo que atañe a España. Sin estos conflictos bélicos no se entienden lo que fueron las democracias posteriores a 1945 (aquí, 1978).
Asombra por ello el error que cometieron tales democracias al intentar extraer consecuencias de tales conflagraciones. Las guerras constituyen ambientes propicios para que prolifere la mentira, la manipulación, la falsa bandera, el agente doble o incluso triple. Por tanto, uno esperaría que de nuestras guerras del siglo XX todos hubiéramos extraído la conclusión de que necesitamos menos mentiras y más verdades. ¿No habría sido noble dedicar los últimos 75, 45 años a una búsqueda hambrienta de la verdad? ¿Exigirnos a nosotros mismos una dieta formada exclusivamente de cosas verdaderas? ¿Ser exigentes, incluso meticulosos, ante cualquiera que hubiera pretendido llegar al espacio público sin ellas?
Lejos de todo eso, la lección equivocada que se extrajo de los totalitarismos que nos llevaron a 1939, y que en algunos parajes de Europa duraron hasta 1989, fue que el problema había sido «gente que creía en exceso en una u otra verdad». Los nazis, los comunistas, los fascistas no eran, según este análisis, gentes cargadas de mentiras, sino gente «que se tomaba demasiado en serio sus verdades». Y, por tanto, el remedio que se nos recetó para no padecer de nuevo los horrores del pasado fue… que teníamos que dejar de tomarnos en serio cualquier verdad.
Ojo, claro que la verdad podía seguir siéndote útil si te dedicabas a la investigación científica durante tu jornada laboral; y, no solo en tu laboratorio, sino que luego en tu casa, con tus niños, con tus libros, con tus iconos o crucifijos, podías seguir atribuyendo cierto peso a unas u otras verdades cotidianas. La importancia de la veracidad científica, al menos al principio, no se cuestionó. Tampoco esas verdades pequeñitas (tu filosofía de vida, o tu religión, o cualquier otra cosa que diera sentido a tus trabajos y tus días), siempre que supieras mantener todo eso guardadito dentro de tu casa, sin molestar demasiado al vecino (no digamos ya a la opinión pública) con tan impúdicas veleidades.
En cambio, lo que sí empezó a vetarse fue que acudieras al espacio público, a la plaza común en que argumentamos y contraargumentamos sobre política (de eso, dicen, va la democracia), con la grosera pretensión de cultivar en ella firmes verdades. Nos lo había dejado ya claro Hans Kelsen, inspirador de muchas de nuestras constituciones: «el relativismo es la concepción del mundo que está en la base de la idea democrática». Dicho de otro modo: quien cometa la osadía de creer en verdades firmes, no relativas, estará hecho un mal demócrata. Es mucho más civilizado no tomarse ninguna convicción demasiado en serio, debatirlo todo desde tu sillón Chester sin excesivas ganas de implantarlo jamás: ¿acaso no nos habríamos evitado el Holocausto si Hitler se hubiera limitado a discutir sus ideas en un club inglés de 5 a 7 todos los jueves?
Más adelante, el filósofo político con una mayor influencia del último medio siglo, el norteamericano John Rawls, volvería sobre una idea similar. Las democracias, según su Liberalismo político, debían exigir a sus conciudadanos todo un ejercicio espiritual: este consistiría en dejar en el fondo de sus cabezas (o de sus familias, o de sus iglesias) las cosas en las que creyeran con mayor firmeza. Dar una excesiva importancia a tu fe o al sentido de tu vida era cosa de fachas. El buen demócrata debería esforzarse por debatir con sus paisanos sin pretensiones de que aceptaran sus «doctrinas omnicomprensivas», sus verdades más firmes sobre la vida o la muerte. Solo si nos guardásemos estas en el fondo de nuestras almas haríamos posible una auténtica «razón pública», purificada de algo tan grosero como son las verdades vigorosas.
Así fue como las democracias posteriores a 1945 (en España, la posterior a 1978) se convirtieron en espacios donde cabía discrepar, sí, sobre el monto presupuestado para Sanidad o infraestructuras; pero donde resultaba de mal gusto mostrar tu fe firme en esto o aquello. Todo debía ser debatible y debatido. En el caso de España, ya lo dijo el presidente Rodríguez Zapatero: incluso la propia nación se podía y debía discutir. Negarte a poner en entredicho cualquier principio era ejemplo de mal demócrata: todo se puede atacar, todo se puede deshonrar, todo se puede triturar, siempre que se haga «dentro de la Constitución».
Naturalmente, poco faltó para que el objeto de esos ataques, deshonras y trituraciones fuese, un buen día, la propia Constitución.
Pues, en efecto, corto es el camino que lleva del relativismo (la convicción de que todas las verdades son relativas, ninguna posee una especial vigencia) al nihilismo (la idea de que todas las verdades al final son nada). Ni Kelsen ni Rawls eran nihilistas; pero abrieron las puertas, junto con tantos otros, a nuestros sistemas políticos de hoy en día, que parecen incapaces de oponer a sus enemigos algo más que un gigantesco bostezo. Un libro recientemente traducido al español, El retorno de los dioses fuertes, de R. R. Reno, relata bien este proceso.
Ahora bien, hemos hablado de enemigos de nuestras democracias, a la vez que las estamos describiendo como nihilistas: ¿no es esto contradictorio? Si al final vivimos, como soñaron Kelsen o Rawls, en sociedades políticas que no aceptan ninguna convicción demasiado seria, en que toda verdad se ha vuelto suave y blanda, ¿es que puede haber alguna amenaza grave, contundente contra ellas? La respuesta nos la puede brindar cualquier experto en física medieval o en arte bizantino: reside en el horror vacui.
En efecto, también el poder aborrece el vacío. Así que, tras dejar nuestras democracias ayunas de principios firmes, de cosas por las que vivir o por las que morir (y eso a pesar de que nuestros abuelos murieron en Normandía para recuperarlas), el hueco que tan meticulosos hemos vaciado se ha visto enseguida relleno. Es también ley en la biología: si debilitas un cuerpo hasta dejarlo inmunodeprimido, pronto vendrán gérmenes vigorosos que querrán hacerlo suyo. Aun a costa de arrasarlo.
Los entes que quieren ocupar y copar el vacío en que habíamos convertido nuestro espacio público tienen nombres conocidos.
Ha prosperado entre nosotros un feminismo y un movimiento LGBT que socavan la presunción de inocencia, la igualdad ante la ley o la libertad de expresión (basta conocer la nueva ley que hoy tramita el Gobierno español); solo podremos hacerles frente si recuperamos una defensa firme, fundada en bases sólidas (¿qué tal si incluso filosóficas o religiosas?), de esos tres principios.
Han proliferado entre nosotros los patrioterismos pequeños, asfixiantes, pues se nos dijo que el patriotismo grande era culpable de guerras y opresiones; solo podremos librarnos de los primeros recuperando la nobleza con que nos airea el segundo (nadie luchará por un oxímoron como «patriotismo constitucional»).
Han florecido a nuestro derredor todo tipo de minorías agraviadas que vuelven imposible el debate libre que presuntamente caracteriza a las democracias; solo podremos recuperar este si ponemos en su sitio a ofendiditos y escandalizaditos, con argumentos a menudo contundentes, como el que nos ofreció René Girard para prevenirnos de los victimarios victimistas.
En suma, me temo que la conclusión de este artículo es bien poco ocurrente: frente a los problemas de una democracia nihilista, en que se nos dijo que no había que creer en nada con demasiada fuerza, solo nos queda aprender de nuevo a creer. Pero no a «creer en nosotros mismos», ni «en la Humanidad», ni «en la Constitución». Nuestra creencia es demasiado preciosa como para dedicarla a otra cosa que no sea aquello para lo que está destinada. Hemos de volver a creer en la verdad.