La verdad y la mentira
«Ese hiato que se abre entre lo que se dice y lo que es, es la brecha donde cabe la posibilidad de la mentira»
Todos sabemos de modo intuitivo lo que es una verdad: una afirmación lingüística que se corresponde con un estado de cosas el mundo. Alfred Tarski lo formuló así: «Toda proposición “P” es verdad si y solo si P es verdad». Parece una simple tautología, pero lo no es: la primera P va entrecomillada (es un acto de habla) y la segunda no (refiere un hecho en el mundo).
Decir «llueve» es verdad si fuera está lloviendo. Es la concepción de la verdad como correspondencia (adequatio rei e intellectus, que diría Santo Tomás), que etimológicamente proviene derechamente de la veritas latina. El siglo pasado, la filosofía posmoderna se embelesó con una supuesta concepción griega de la verdad, alétheia: «aquello que no está oculto». La verdad sería lo desvelado, surgido de la bruma que lo eclipsaba. Heidegger y herederos poetizaron mucho con la alétheia, pero lo cierto es que el concepto de verdad que usamos a diario es el de correspondencia (repare el lector cuántas veces al día dice «es verdad», en todo tipo de contextos).
Ese hiato que se abre entre lo que se dice y lo que es, es la brecha donde cabe la posibilidad de la mentira. Si decimos que lo negro es blanco estamos mintiendo. Premisa de todo ello es nuestra capacidad para conocer lo real. Ocurre que en un mundo donde la realidad no fuera mínimamente accesible, los aviones –a los que también se suben los intelectuales relativistas– se caerían del cielo: dado que no se caen, podemos dar la premisa por cierta. Todo esto parece autoevidente, pero lo cierto es que a los humanos nos pirra buscar pretextos por los cuales buscar la verdad sería una empresa quimérica. Por ejemplo, hay quien se pone campanudo y aduce que el Principio de Incertidumbre de Heisenberg avala su pereza cognitiva, como si nuestra dificultad objetiva para captar fenómenos en el mundo subatómico nos autorizara a la flojera epistémica en el mundo macroscópico. La proliferación de puntos de vista subjetivos es otro subterfugio habitual: pero, como decía Carner, y le gusta repetir a Arcadi Espada, la verdad puede estar rota en mil pedazos, pero es una.
Si mentira y verdad dependen de la facultad cognoscitiva, de nuestra condición de agentes morales se deducen pautas que las emplazan en el reino de la ética: vivir conforme a la verdad parece ser algo que todas las sabidurías han creído esencial para vivir bien. Por lo mismo, la mentira está mal vista en todas las culturas. Es puramente razonable: para cooperar y prosperar colectivamente necesitamos poder confiar en la información que nos trasmiten otros. En inmejorable síntesis de Elena Alfaro, sin verdad no hay confianza, y sin confianza no hay sociedad.
Paremos mientes ahora sobre el hecho de que no hay un verbo para decir la verdad (el decir debiera ser por defecto verdadero) y sí lo hay para la mentira. Lo cual resulta equívoco, porque no es lo mismo «mentir» que «decir una mentira». Esto es: podemos afirmar algo falso creyendo de buena fe que es verdadero. Cuando ese error de percepción proviene de un compromiso con una creencia ideológica o cohesionadora del grupo al que se pertenece, resulta más complicado reencontrarse con la verdad. Pero tal cosa a menudo no es necesaria, y ni tan siquiera exigible. Hace tiempo que el liberalismo señaló que se puede vivir en el error, con tal de no hacer daño a los demás. La libertad, o lo es para equivocarse, o no lo es en absoluto. Quien sí es censurable sin reserva es el mentiroso en sentido estricto: el que miente a sabiendas y en beneficio propio. Y aún de estos habría que distinguir el que lo hace con mala conciencia de aquel que no paga el peaje de la pesadumbre. Cuando nos topamos con uno de estos mentirosos profesionales, el espectáculo es difícil de creer y por momentos cautivador. La psicología enseña que la persona que se abre paso en la vida obteniendo ventajas con engaños reiterados y defraudando sus promesas sin experimentar por ello ningún genero de tortura genera a su alrededor un pasmo fronterizo con la admiración, una especie de perverso prestigio: como si al sin-vergüenza le reconociéramos superpoderes, una capacidad inconfesadamente envidiada de elevarse por encima del bien y del mal.
Llegamos así al palpitante asunto de la posverdad. No es la mentira de siempre. Porque la mentira, vieja como el lenguaje que la permite, no es un problema social mientras reconozca la supremacía de la verdad. El mentiroso que encubre su engaño y pone excusas al ser sorprendido –todos, alguna vez– rinde homenaje implícito a la verdad. El grave problema contemporáneo que justifica la novedad del fenómeno es la pérdida de la verdad como referencia arbitral en la conversación pública. Como explica Harry Frankfurt, al falsario de hoy le es indiferente que lo que diga sea verdadero o falso: su objetivo es solo manipular a la audiencia para salirse con la suya. No tenemos en español una palabra precisa para este tipo de conducta (el inglés se ha decantado por el disfemismo bullshit, o caca de vaca). Embustero, charlatán o timador se acercan. Pero también en estos casos el reproche social solía existir. Hoy no y ello es lo que nos da la definición cabal de posverdad: la mentira que no teme ser descubierta, porque la tribu propia no la castigará y la tribu ajena quizá no tenga el coraje o el tiempo de denunciarla o anden fabricando su embuste particular. La posverdad es así fenómeno inescindible de la corrosión de un horizonte de verdad pública (a no confundir con una incareable y deletérea verdad oficial) y de la multiplicación de verdades privadas; vale decir, de hechos mentales, que no son hechos, sino factoides sazonados al gusto. Es previsible que en algún momento la sociedad acabe vomitando este torrente de insinceridad, sea por una brutal embestida de la realidad, sea por puro deseo de cordura. Hoy por hoy, seguimos en la fase de bulimia.
Coda: «Desde el punto de vista de la política, la verdad tiene un carácter despótico. Por eso la odian los tiranos» (Hannah Arendt).