A jugar...
«Parece que con los adultos empieza a ocurrir lo mismo y la necesidad de sentirse hippy y rural es una necesidad de primer orden. ¿Cuándo empezó todo esto?»
Leo que se ha inaugurado un hotel-boutique de cinco estrellas en una cala del Mediterráneo que ‘conecta (sic) con su espíritu más rural y hippy’. Me pregunto qué tendrá que ver lo rural y lo hippy –cada cosa por su lado– con un hotel-boutique de cinco estrellas. Pero hay más y no exagero si digo que sus huéspedes, según reza el artículo en cuestión, contarán con un maestro hindú de yoga, saldrán a pescar por la mañana y luego se guisarán ellos mismos lo pescado, y ‘podrán saludar a los millonarios que fondean sus barcos en las aguas cristalinas’ (sic).
Que el espíritu del hipismo lo enterraran Charles Manson y sus muchachas la noche que asesinaron a Sharon Tate y que el mundo rural hace lo que puede en Europa con las muletas de Bruselas, no tiene ninguna importancia a la hora de sentirse hippy y rural en un hotel-boutique. Vamos a cultivar tomates y probaremos el hash afgano, sólo eso faltaba en esa publicidad blanca. Por otro lado no sé cuál es mayor emoción: si guisarse lo pescado mientras rememoran Moby Dick y El viejo y el mar; si contar a sus amigos que conocieron a un yogui sin moverse de España y que ‘se parecía un montón a Mahatma Gandhi’, o si contemplar a los millonarios en sus yates surcando aguas cristalinas: sienta el vértigo del paparazzo durante unas horas y descubra que también ellos se ponen crema solar. Desde que se inventaron los safaris fotográficos, no se había llegado tan lejos.
A los niños se les lleva a granjas-escuela para que vean donde crecen las berenjenas y de dónde sale la leche, que no es de un grifo. Para que comprueben que un pollo no es hermano de la vaca y otras lindezas por el estilo. Parece que la vida urbanita desconecta de todo eso y la conexión, previo pago, es imprescindible para saber lo que somos. O lo que son aquéllos que no distinguen un olivo de un algarrobo. Parece que con los adultos empieza a ocurrir lo mismo y la necesidad de sentirse hippy y rural es una necesidad de primer orden. ¿Cuándo empezó todo esto?
Tengo la sospecha que fue con el diseño de los 80/90 –aquel famoso ‘¿estudias o diseñas?’– y los colorines del parchís en los útiles de cocina, vestidos, muebles y donde hiciera falta. Se confundió la sensación de bienestar con un proceso de infantilización estética que contenía verdaderas cargas de profundidad sin sospecharlo siquiera. Después de entrar en la Comunidad Europea nos dio el arrebato de entrar en la comunidad Play-móbil. El llamado pensamiento débil y el aluvión relativista habían sembrado el camino. Como lo habían hecho las guitarras y las cortinas de la sala sustituyendo al órgano y a las casullas tradicionales. Imagine, de John Lennon, es una canción muy bonita –lo digo así para estar a la altura– pero no la más adecuada, me temo, como música de fondo a la hora de la comunión. Después llegaron los pisos en forma de chiqui-park, las plazas duras y las iglesias vacías.
Hace unas semanas leí otra publicidad –una vieja manía: leer hasta los prospectos farmacéuticos– que aseguraba que su programa de vacaciones estaba ideado para crear nuestros recuerdos. Eso decía: ‘creamos sus recuerdos’. Y se quedaban tan frescos. ¿Un mundo feliz, de Huxley? ¿Quién les ha dado atribuciones para crear los recuerdos de nadie? ¿De dónde sale la fiebre de tratar a la sociedad como si estuviera formada por niños estultos, necesitados además de recuerdos que no tienen? En esto la pandemia ha contribuido de lo lindo. Vamos a dar miedo: todos asustados. Vamos a encerrarnos en casa: todos encerrados. Vamos a enmascararnos: todos enmascarados. Vamos a aplaudir a las 20:00 horas: todos a aplaudir. Vamos a no tocarnos siquiera: todos intactos, mirándonos como si viviéramos en una cashba tomada por los fundamentalistas. Vamos a vacunarnos: todos vacunados. Vamos a no reunirnos: cada uno en su casa. Vamos a ser seis en casa: pues media docena y ni uno más. En fin. ¿Qué hacer?, decía Lenin (y vade retro). Por supuesto no tengo ni idea. Ninguno de nosotros sabe lo que hubiera hecho ante la peste, de tener que decidir lo que habían de hacer los demás. Pero ¿estamos seguros de que la enfermedad ha de ser otro eslabón de la cadena que nos vuelva más imbéciles de lo que ya somos por naturaleza? No ser, sino jugar a ser: este parece el destino. Alguien piensa en crear nuestros recuerdos y otros nos invitan a ser hippies y rurales durante una semana, mientras saludamos a los millonarios en sus yates. Todo un excitante programa.