THE OBJECTIVE
Daniel Capó

El adiós de Angela Merkel

«Las virtudes de Merkel armonizaban con los tonos del pragmatismo racional y la prudencia. Creía en Europa, pero no demasiado»

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El adiós de Angela Merkel

Florion Goga | Reuters

Se marcha Angela Merkel y con ella la persona que más ha marcado la agenda europea en los últimos veinte años. Se marcha entre aplausos generalizados –que se extienden incluso a sus adversarios–, aunque sólo el tiempo nos permitirá juzgarla con la perspectiva suficiente. Cuando llegó al poder, Alemania se enfrentaba a la difícil resaca de la reunificación. La Alemania oriental no era sólo un país más pobre y menos competitivo, sino la historia de un fracaso moral e ideológico tras cuatro décadas de comunismo. El momento dulce de la globalización, que iniciaba su último despegue, aplaudía las políticas económicas más desregularizadoras. La industria tradicional del país palidecía frente a la irrupción de los nuevos gigantes tecnológicos y la llegada del euro, con un cambio favorable a las antiguas monedas del sur, no facilitaba la entrada de productos teutones en el resto de países de la Unión. El predecesor de Angela Merkel –Gerhard Schröeder, un socialdemócrata renano de carácter ligeramente populista– tuvo que afrontar las grandes reformas económicas en un país de mentalidad reacia a los cambios. Tuvo éxito, pero esto sólo lo supimos después, cuando en Berlín ya gobernaba una mujer de perfil aparentemente bajo y que hacía del pragmatismo prudente un principio de conducta. Merkel, por así decirlo, fue la heredera feliz de los años duros de Schröder.

Pero no fue sólo esto, claro está; personificaba, más que cualquier otro candidato, buena parte de los prejuicios políticos alemanes. Si a Alemania le gusta la estabilidad, Merkel convirtió la estabilidad en su bandera. Si los alemanes temen la inflación, Merkel impuso a la Unión Europea un registro austero que, para algunos, agravó las crisis de 2008 y de 2011. La austeridad se extendió no sólo a los presupuestos, sino también a la puesta en marcha de grandes proyectos nacionales o europeos, que acabaron desapareciendo de la imaginación colectiva. No hubo grandes avances en política exterior, ciencia, defensa o armonización fiscal y bancaria. Y, si hubo alguno, fue debido más bien a un movimiento de corte defensivo que a una iniciativa suya. En cierto modo, se diría que Alemania controlaba con mano de hierro la Unión, sin terminar de reconocer nunca su condición de potencia hegemónica en el corazón de Europa.

Las virtudes de Merkel armonizaban con los tonos del pragmatismo racional y la prudencia. Creía en Europa, pero no demasiado. No era ingenua y rara vez perseguía las grandes causas, los anhelos que caracterizaron a los líderes de los años ochenta del pasado siglo –como Helmut Kohl o François Mitterrand–. No era tampoco Thatcher o Reagan, ni parecía imbuida de ningún tipo de fervor mesiánico a favor de una u otra ideología. Sobre muchas cuestiones tampoco sabíamos exactamente qué pensaba, más allá de su indudable capacidad como gestora. En una época de populismos, Merkel se mantuvo imperturbable mientras alcanzaba una altura de leyenda que tal vez por su trayectoria no le correspondía. A veces, simplemente, no echarse atrás ya es mucho y esa, creo, fue la mayor virtud de la canciller alemana. La Historia no la juzgará con dureza, pero quizás tampoco con la benevolencia con la que la despedimos ahora. Sólo los frutos dictan verdaderamente sentencia.

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