THE OBJECTIVE
Adrián Vázquez Lázara

Es un error dar por sentado el futuro de la UE

«El resultado confirma una tendencia de los últimos años en todos los países de la UE: la profunda crisis de las dos principales familias políticas europeas, conservadores y socialistas»

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Es un error dar por sentado el futuro de la UE

Fabian Sommer | AFP

Las elecciones alemanas del pasado domingo abren una nueva era en el ecosistema político europeo. No solo por el adiós de Angela Merkel, que ha estado 16 años al frente de la cancillería y ha sido central para la historia de su país y de la UE, sino porque el resultado confirma una tendencia de los últimos años en todos los países de la UE: la profunda crisis de las dos principales familias políticas europeas, conservadores y socialistas. En el caso alemán, por primera vez desde 1949 la suma de ambos partidos no llega al 50% del electorado.

Si tomamos las elecciones al Parlamento europeo de los últimos años como baremo para definir la dimensión de la crisis en la que estos dos partidos se encuentran, vemos cómo su deterioro coincide con la creciente presencia de grupos populistas a derecha e izquierda. En algunos casos con tintes manifiestamente antieuropeos que tienen cada vez más peso en las instituciones y, lo que es más preocupante, más partidos afines en la mayoría de los Estados Miembros.

Miremos las cifras. Las últimas convocatorias europeas señalan que, entre 2004 y 2019, los dos grandes grupos, el Partido Popular Europeo (PPE) y la Alianza Progresista de Socialistas y Demócratas (S&D) no han parado de retroceder en cada convocatoria. El PPE, al que pertenece el Partido Popular español, sufre una crisis más disimulada, pero simétrica a la de la socialdemocracia. Bien sea por un cierto estancamiento ideológico o por un reajuste de identidad que le distancia de las nuevas pulsiones de sus seguidores, lo cierto es que en una década ha perdido el 12% de sus votos, pasando del 36% en 2009 al 24,2% en 2019 (tendencia que se agrava con el 24% de la CDU/CSU en Alemania, su peor resultado electoral en 60 años). La familia socialdemócrata, con el PSOE, se deja casi un 14% de los sufragios, pasando del 33% en 2004 al 20,5% en 2019, sobre todo por la pérdida de votantes en los cinturones industriales tras la asimilación de las políticas de austeridad después de la crisis de 2009, y la contradicción entre sus credenciales socialdemócratas y unas políticas económicas liberales que no terminan de ser aceptadas por las nuevas generaciones.

Por el contrario, populistas y nacionalistas se consolidan con votos que vienen principalmente de conservadores y socialdemócratas. La extrema izquierda del Grupo Confederal de la Izquierda Unitaria -con IU, Bildu, Podemos, ERC- pasa del 4,7% en 2014 al 5,4% en 2019. La derecha radical del ECR, Grupo de los Conservadores y Reformistas Europeos en el que se encuentra Vox, nacidos en 2009 con un 7,34%, suman hoy el 8,2% de los votos. Y el grupo euroescéptico más fundamentalista, Europa de la Libertad y la Democracia Directa, formado por partidos de una extrema derecha nítidamente euroescéptica, pasa del 4,3% que obtuvieron en 2014 al 9,7% en 2019.

En cuanto a los liberales europeos, en donde se encuentra Ciudadanos, se salvan de esta tendencia negativa (alcanzaron el 11,4% de los sufragios europeos en 2009, un 9,3% en 2014 y repuntan en 2019 con un 14,3%) aupados por fenómenos como el macronismo francés, pero a costa de la corta vida que muchos de sus partidos tienen en algunos países en los que pasan de gobernar a incluso la irrelevancia política en momentos de polarización extrema. Finalmente, los Verdes, que poco a poco van recogiendo cada vez más votos de jóvenes urbanitas que abrazan el cambio climático como prioridad política; a nivel europeo han crecido ligeramente, yendo en las últimas convocatorias del 7,4% de 2009 al 8,9% en 2014, con un meritorio 9,8% en 2019.

En el Consejo Europeo, donde se sientan los líderes de los 27, también observamos un cambio llamativo. Hasta 2012, los primeros ministros habían sido o eran del PPE o socialdemócratas en su mayoría, con algún liberal. Las consecuencias del terremoto financiero de 2009 llevaron al poder en 2015 a la Siryza de Alexis Tsipras (Coalición de Izquierda Radical) en Grecia. Tras el caso griego ha habido -o hay- populistas y nacionalistas en gobiernos de Italia, Polonia, Hungría o Eslovenia, e incluso España, con Podemos como miembro de la coalición de gobierno. A esto se suma la victoria en las elecciones búlgaras de julio de un partido antisistema liderado por una personalidad de la televisión, el ascenso del Partido Pirata en la República Checa (donde habrá elecciones presidenciales este otoño) y las presidenciales francesas del próximo año, en las que casi con toda seguridad veremos otro duelo entre Macron y Le Pen (con permiso del nuevo líder antisistema, Eric Zemmour).

Echando un vistazo a este panorama, comprobamos cómo la hegemonía de la corriente central de las familias políticas está cada vez más menguada. Se confirma que cuando el descontento y la desafección rebasan los cauces políticos tradicionales, populismos y nacionalismos recogen los votos como fruta madura con discursos de indignación y agravio. El uso del populismo como herramienta para explotar las dificultades a través de la desafección no es nuevo. Pero sí es nueva la creciente ausencia de alternativas centrales: el boquete que engulle, como un agujero negro, los proyectos políticos que carecen de elementos extremistas, la paulatina extinción de mayorías ajenas a populistas y nacionalistas, que arrollan y empujan a los partidos tradicionales a ceder o pactar con los extremos para mantenerse en el poder.

Si avanzamos, como todo indica, en esta senda de máxima polarización, y si el antagonismo y el enfrentamiento vertebran cada vez más la acción política, nos dirigimos inexorablemente a una etapa en la que los grandes acuerdos europeos serán menos y más difíciles de alcanzar.

Esta situación, unida al auge de fuerzas políticas que, como caballos de Troya, quieren destruir el proyecto desde el interior, nos debe poner en situación de alarma. No podemos dar por descontada la existencia de la UE tal y como la conocemos; no podemos dar por definitiva esta construcción de éxito que superó los odios y enfrentamientos terribles de las guerras para poner en pie el mayor bloque de progreso y desarrollo de la comunidad internacional y la era de paz y prosperidad más prolongada de la historia del continente.

Ya hemos visto, perfectamente escenificado por el Bréxit o el independentismo catalán y sus consecuencias, que la UE es un proyecto reversible. La espiral puede seguir arrastrándonos a nuevos bajos fondos que hay que empezar a contemplar. Quién sabe si la próxima crisis no nos va a llevar a un escenario inédito: debatir la expulsión del club de alguno de sus miembros que tenga como rehén la propia idea de Europa y de sus políticas básicas, enfrentándolas desde dentro.

Lo que está en el horizonte y avanza a toda velocidad es la voladura del centro europeo. Ser complacientes, dar por hecho que la democracia está ahí para quedarse y despreocuparse de las señales de alarma –la caída de la participación electoral, el auge de los extremismos, la gestualidad permanente del populismo, la vuelta de los nacionalismos, la admiración hacia las autocracias— es una receta para la catástrofe.

En sus crisis –de legitimidad, económicas, políticas— la Unión Europea siempre ha sabido dar pasos hacia adelante. Sin embargo, en el contexto actual, garantizar el futuro de una Europa mejor que sepa dar respuestas a los problemas de los ciudadanos y abordar con eficacia los retos a los que se enfrenta será una cuestión de vida o muerte (del proyecto comunitario).

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