La rica materia
«Con estos marcados tintes naturalistas describe doña Emilia el noble impulso de «hacer por la vida», como define su querido amigo Pérez Galdós al hecho de comer, y por tanto de cocinar o guisar, según se quiera, y yo me decanto por lo segundo»
Decía Chamfort, moralista francés del XVIII, que la sociedad está dividida en dos grandes clases: los que tienen más comida que apetito y los que tienen más apetito que comida. Durante mucho tiempo los españoles formamos parte de la primera, para pasarnos con gran entusiasmo a la segunda en cuanto mejoraron las condiciones socioeconómicas. Y así, de una total indiferencia por nuestro entorno, pasamos a no movernos sin un plano, o al menos sin una guía gastronómica. La moda viene de los setenta, cuando la «gauche divine» intentó conciliar su fuerte poder adquisitivo con el marxismo e importó de Francia, que siempre es una garantía revolucionaria, una «nouvelle cuisine» más cercana a Javier Domingo y a Vázquez Montalbán que a Álvaro Cunqueiro, Néstor Luján, Juan Perucho o Josep Pla.
Aunque de las guías a los planos hay distancia y aún estamos muy lejos de emular a esos turistas extranjeros que están horas parados bajo la lluvia, o a pleno sol, en la esquina de una calle cualquiera, con la cara hundida en un mapa. Esta imagen siempre movió a risa al lugareño español, que nunca comprendió que los «guiris» se empeñaran en mirar durante horas en un papel lo que podían encontrar en un segundo preguntando a cualquiera. Excepto si está usted en Galicia, donde el lenguaje eco, que el gallego comparte con el portugués (esto es, responder a alguien con otra pregunta) convierte una sencilla pesquisa en una verdadera novela.
Por ejemplo, si pretende llegar a una posada, vamos a llamarla «do peixe», más le valdría ser extranjero y mirar un mapa, porque si se lo pregunta a un campesino genuinamente gallego, éste le contestará sin vacilar: «¿La posada do peixe?», «Sí», dirá usted, algo inquieto y él, en vez de sacarle de dudas, insistirá: «¿Van ustedes a la posada do peixe?», y así durante algún tiempo hasta que acabe contándole su vida en capítulos y de interrogador pase a convertirse en eso que los antropólogos llaman un verdadero informante. Sólo entonces se apiadará de usted y le dirá, por fin, dónde se encuentra esa posada do peixe a la que desesperaba de poder llegar algún día y que estaba precisamente a su espalda. Creo que esto explica por qué Galicia ha dado siempre tan buenos escritores.
Pero me estoy yendo por las ramas y desviándome del principal propósito del presente artículo. Ya sé que con las cosas de comer no se juega, pero hoy, con permiso de Víctor de la Serna, voy a inmiscuirme en ese territorio en el que él sobresale de manera indiscutible, esto es, la gastronomía. Pero lo voy a hacer, movida por mi devoción a doña Emilia Pardo Bazán, cuyo interés en la materia ha dejado constancia en dos complicados recetarios, «La cocina española antigua» (1913) y «La cocina española moderna» (1917). Ambos libros forman parte de su colección La biblioteca de la mujer con la que pretendía conseguir una mejora en la educación intelectual y social de la mujer. En ellos, siguiendo su costumbre, no ahorra comentarios y anécdotas tan suculentos como sus, hoy en día, casi impracticables recetas. Porque una de las cosas que más le gustaba era andar entre pucheros. Precisamente esa afición por supervisar los alimentos que se guisaban en su casa casi le costó la vida un día en que, inspeccionando un rosbif, la cocinera quiso matarla con el cuchillo. Doña Emilia escribe a su gran amiga Blanca de los Ríos: «Yo la hubiese enviado a la cárcel de Betanzos, pero mi madre prefirió enviarla al tren».
Otra de sus contribuciones a la ciencia gastronómica es el prólogo que escribió para el libro de Picadillo («La cocina práctica de Picadillo», 1905) donde dice:
«Con más exactitud que definía Zola el conjunto de la sociedad humana, la definiríamos afirmando que nos parece como un inmenso estómago, cuyas vacuidades, desfallecimientos, repleciones, gastralgias, úlceras, son la oscilación misma de la energía social e individual, la clase de guerras, paces, alianzas, empresas, comercio, emigración; lo que con sonoro vocablo se llama historia, y que en plata no es sino la epopeya de Gaster, la gesta del estómago vencedor o vencido».
Con estos marcados tintes naturalistas describe doña Emilia el noble impulso de «hacer por la vida», como define su querido amigo Pérez Galdós al hecho de comer, y por tanto de cocinar o guisar, según se quiera, y yo me decanto por lo segundo.
No voy a descubrir aquí, quién fue el famoso Picadillo, como se le conocía en los fogones pero no viene de más recordar que se llamaba
Manuel María Puga y Parga, (Santiago de Compostela, 1874-La Coruña, 1918 y que además de su dedicación a la comida fue abogado y político. Era un hombre simpático, con un gran sentido del humor, muy obeso (llegó a alcanzar los 220 kilos de peso) y tremendamente popular. Cuentan que cuando fue alcalde de la Coruña se instaló en la ciudad un circo en donde se exhibía un alemán que decía ser el más gordo del mundo, pero la gente salía decepcionada diciendo: «Manolo Puga es más gordo y se le puede ver por la calle».
Entre sus obras gastronómicas, fundamentales para esta ciencia, además de la prologada por doña Emilia Pardo Bazán, están La cocina popular gallega y recetas para cuaresma, El pote aldeano, El rancho de la tropa. Vigilia reservada: minutas y recetas y 36 maneras de guisar el bacalao.
Llegados al bacalao, hay que mencionar una receta que no figura en este libro (lo que elevaría a 37 sus maneras de guisar ese noble pescado) dedicada a su amigo Wenceslao Fernández Flórez, donde se pone de manifiesto el famoso sentido del humor de ambos:
«Se coge una hoja de bacalao muy delgada, tan delgada como Wenceslao Fernández Flórez, y se toman unos tomates muy gordos, tan gordos como yo. Se sala a Flórez y se me parte en pedazos a mí, y en una tartera, capa de pedazos de Flórez desalados y capa de yo. Fuego lento; refrito por encima de aceite; mucha cebolla y ajos cuando Flórez está cocido. Diez minutos más de fuego y un perejil final reducido a picadillo con alguna sal si la necesitase. Y así es la vida. Yo estaré dividido por el eje, pero usted, amigo mío, se queda sin sal que es bastante peor̶». Les puedo asegurar que el resultado es memorable