THE OBJECTIVE
Juan Manuel Bellver

De higos a brevas...

«Para acompañar debidamente esta fruta singular tan importante es buscar un vino digno –un gran tinto maduro, un oloroso VORS, un LBV de Oporto– como, por encima de todo, hallarse en la compañía adecuada»

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De higos a brevas…

Garreth Paul | Unsplash

«Por San Juan, brevas; por San Pedro, las más buenas; por San Miguel, los higos son miel», nos enseña el refranero. Faltan todavía algunas semanas para el 29 de septiembre –festividad del arcángel que luchó contra Satanás, la serpiente y el dragón–, pero los higos se hallan en plena sazón.

Por esta sencilla razón, nada más volver de vacaciones, le pedí 200 gramos de higos verdes y negros a mi frutero de confianza y los comimos alegremente, al final de un almuerzo familiar, acompañados de chocolate negro y un buen Porto. Placeres sencillos previos a la rentrée escolar, oiga.

«Aparte del color, ¿qué diferencia hay entre uno y otro?», preguntó mi hijo adolescente. Bendita curiosidad la de los quince años. En realidad, hay más de 700 variedades del fruto estival de la higuera (Ficus carica), destacando la de carne blanca y exterior verde y la de carne roja y exterior oscuro, que demasiadas veces nos ofrecen como una breva, aunque sólo tengan en común la apariencia.  

Antes de dármelas de sabiondo, acudo al Diccionario de la Lengua Española de la RAE. Breva: «primer fruto que anualmente da la higuera breval, y que es mayor que el higo». Higo: «el fruto más tardío de la higuera, blando, de gusto dulce, por dentro de color más o menos encarnado o blanco, y lleno de semillas sumamente menudas; exteriormente está cubierto de una piel fina y verdosa, negra o morada, según las diversas castas de ellos».

O sea que, en la familia de las moráceas, las higueras producen dos frutas bien definidas por su estacionalidad. La breva, de cosecha tardía o temprana según se mire, madura en mayo y es de tamaño mayor. Se trata, en realidad, de un proyecto de higo de la temporada anterior que no llegó a eclosionar y permaneció en estado latente hasta el año siguiente. Por su parte, el higo es el fruto que madura en verano, más sosegadamente, presenta una dimensión menor y resulta mucho más dulce, sea cual sea su color. ¿Lo pillan?

Para remarcar la separación entre ambas temporadas, la sabiduría popular española ha inventado la expresión «de higos a brevas» que describe coloquialmente un acontecimiento que se produce (RAE dixit) «muy de tarde en tarde». Pero, si nos atenemos al santoral, cuando mi suegra se queja de no verme más que de higos a brevas, el plazo está claramente definido en el periodo que va de mayo a septiembre. O sea, cinco meses, que puede ser mucho o poco en función de la suegra. Pero nos estamos despistando…

Conocido desde antiguo en Asia Menor, el higo es citado profusamente en la Biblia y fue introducido en la Europa meridional por los navegantes fenicios, que ya vieron en él una fuente calórica para resistir largas travesías. Rico en glúcidos, calcio, hierro, fósforo, potasio y vitaminas (A, B y C), cuando el fruto se consume fresco, resulta bastante energético (80 cal por 100 gr.), pero aún  lo es más cuando se transforma en fruta seca (275 cal por 100 gr.), siguiendo la tradición de Mesopotamia, transmitida posteriormente a los egipcios, turcos y otros pueblos del Mediterráneo Oriental, que desecaban ciertas frutas al sol con el fin de conservarlas y reforzar su sabor.

Según la mitología griega, la higuera es un regalo a los hombres del dios Dionisios: un símbolo de abundancia que se plantaba en las plazas de las nuevas polis y que gustaba tanto a Platón que terminó siendo llamado el árbol del filósofo. Pero lo cierto es que Herodoto en sus Historias y Plinio el Viejo en su Historia Natural ya se refieren al higo como parte fundamental de la dieta de persas y asirios, ingerido muchas veces en compañía de un pan ácimo a base se semillas de loto. En una de sus comedias costumbristas, el dramaturgo griego Filemón incluye varias higueras en el arquetipo de propiedad perfecta de un ciudadano libre, junto con algo de trigo, viña, olivos y panales de miel. Con eso, por lo visto, uno (sobre)vivía estupendamente.

Entrando el periodo romano, el gaditano Columela recoge en De los trabajos del campo hasta 12 tipos distintos de higos cultivados. Y su contemporáneo Apicio, en De Re Coquinaria, ensalza el jamón cocido con higos, así como el hígado graso de oca engordada con higos, que es un precedente del foie gras.

No hacía mucho que esta fruta había causado la desgracia de Cartago, aniquilado por el Imperio en las guerras púnicas y cuyos higos fueron venerados en todo el Mare Nostrum hasta el siglo III antes de Cristo. Y es que, mostrando uno de esos cotizados ejemplares cartagineses, fue como Catón el Viejo convenció al senado romano de cuán cerca estaba el enemigo. Si aquel alimento había llegado hasta la curia en apenas tres días de navegación, el peligro era latente.

Aunque ya nunca podremos probar esos higos cartagineses, toda vez que la desafiante ciudad-estado fue destruida a mediados del siglo II a. C. por las legiones del general Escipión Emiliano –quien, según la leyenda, mandó salar sus tierras para que nada volviera a crecer en ellas–, el litoral mediterráneo sigue produciendo hoy algunas de las variedades más famosas de este fruto, destacando los turcos de Esmirna, de misteriosos colores (el amarillo calimyrna, el azulado brusa siyahi, el rojizo seker), seguidos por los provenzales (pequeños y violáceos) y, por supuesto, los españoles (con tipos como boñigar, melar, zafarí), que exportamos a medio mundo.

En ese sentido, hay que señalar la iniciativa reciente de FIGGEN, un proyecto internacional de investigación para la producción sostenible de higos en el Mediterráneo, dirigido por el profesor Tommaso Giordani del Departamento de Ciencias Agrícolas, Alimentarias y Agroambientales de la Universidad de Pisa y que cuenta con equipos investigadores de España, Turquía y Túnez –donde antaño estuvo Cartago–, para analizar no menos de 300 germoplasmas de higos.

Todo para hacer frente a la competencia comercial de los productores californianos, que en pocos siglos se han convertido en una potencia mundial del tema, sólo superada por zonas de cultivo históricas como Turquía, Egipto, Irán o el Magreb. El primer culpable de ese auge del higo en Norteamérica fue el franciscano español Junípero Serra, que en julio de 1769 se presentó con un séquito militar en la Misión de San Diego de Alcalá, llevando en las alforjas las primeras plantas de vid, además de olivos, naranjos e higueras. Y el segundo fue Thomas Jefferson, tercer presidente de los Estados Unidos, que descubrió los higos durante su etapa como Embajador en Francia –no se pierdan el encantador filme de James Ivory Jefferson en París (1995)– y luego persuadió a sus compatriotas para dedicarles la debida atención.

Volviendo a la historia de esta simpática fruta, nuestro Ruperto de Nola que fuera cocinero de Fernando de Nápoles, dejó consignadas en del siglo XVI varias preparaciones con los higos de protagonistas, entre las cuales mi preferida son los higos estofados («a la francesa», apunta) con vino dulce y especias. Paradójicamente, aquel plato asaz dulzón era servido de entrante para abrir el apetito. ¿Pueden entenderlo?

Quizá la explicación se halle en el debate renacentista, reflejado en distintos tratados franceses de cocina como el Ménagier de Paris o el Viandier de Taillevent, sobre la digestibilidad y la idoneidad de servir los higos antes o después de cualquier ágape. Igualmente de ahí proceden ciertos dichos populares en la lengua de Molière que aconsejan «beber vino después de comer peras y agua después de comer higos».

Personalmente, nunca me ha parecido un alimento indigesto sino, por el contrario, bastante salutífero y hasta eupéptico, coincidiendo con el dictamen del nutricionista brasileño Paulo Eiró Gonzalves que, en su Livro dos alimentos, le atribuye propiedades digestivas y laxantes y sugiere que también resulta útil para combatir los cálculos renales.

Según narra Magelanne Toussaint en su Historia natural y moral de los alimentos, el rito hindú lo consagra a Visnu, segundo dios de la trinidad brahámica, relacionado con el sexo y la fertilidad. Enfoque lúdico y lúbrico compartido por Laura Esquivel, que otorga al higo un cierto protagonismo en su novela Como agua para chocolate, como ingrediente de una irresistible conserva que lleva también chabacano (albaricoque) camote y piña. 

En realidad, la dimensión afrodisíaca del higo se debe a sus innegables virtudes energéticas, pero también a su evocadora forma interior, análoga a la vulva femenina, y quizá también a esa savia blanca llamada látex, que se desprende del árbol cuando el fruto es cortado y recuerda –con perdón– al esperma. No está demostrado, por supuesto, que comerlo beneficie la actividad amatoria, aunque sí resulta evidente la sensualidad de su textura. Y no dejemos volar más allá nuestra mente calenturienta…

Hablando de placer puramente culinario, fue Grimod de la Reynière el primero en atreverse a contravenir las normas de etiqueta clásicas, basadas en un enfoque discutible de la nutrición, que en las cenas palaciegas habían desplazado el servicio de los higos –y de las moras o el melón– al momento tontorrón del aperitivo. En la tercera entrega de su pionero Almanaque de gourmands, llevado por su afán hedonista, Grimod los restituyó definitivamente a la sobremesa más golosa, con el preceptivo acompañamiento de café o Armagnac. 

En el polo opuesto, su casi coetáneo Alejandro Dumas apenas les dedica una frase inapetente en su Diccionario de cocina: «los higos pueden comerse frescos o secos». ¡Menudo estreñido! Afortunadamente, llegó unas décadas después el maestro Augusto Escoffier para reivindicar este fruto (casi) divino en recetas como los higos frescos a la crema de curaçao, los higos secos al vino tinto o –mi favorita– los higos al estilo del Hotel Carlton, que se sirven sobre hielo en una copa de cristal, agregando por encima puré de frambuesas y el doble de su volumen de crema Chantilly. Como no podía ser de otra forma, ese postre se convirtió en un must de los ambientes refinados londinenses.  

Sin aspirar a tanto ringorrango, en la gastronomía española tabernaria, su carnosidad peculiar ha armonizado siempre con el mejor jamón ibérico de bellota –un aperitivo tradicional en el restaurante capitalino Viridiana– o con un buen queso de oveja curado. ¿No lo han probado aún?

Cambiando de tercio, en la escuela vasco-francesa del recetario de la Marquesa de Parabere, los higos han servido siempre como relleno o acompañamiento en platos de caza o volatería nada desdeñables, como ese pichón con higos, miel y naranja que en su día recuperaron los hermanos Torres en Barcelona. Y, en su vertiente más golosa, lo hemos disfrutado igualmente en recetas tan sencillas como irresistibles; véase la tarta de Iñaki Camba en Arce o ese postre de Miguel López Castanier en la injustamente olvidada Taberna de Liria consistente en higos rellenos de crema y fritos con arrope de vino tinto. 

Claro que los higos tienen su lugar en todas las cocinas del mundo. Los griegos se los añaden a su fastuoso yogur, junto con algún fruto seco, y preparan igualmente un postre con queso, miel y nueces llamado bacyma. En Italia prefieren los higos secos para elaborar tartas tradicionales navideñas como la zelten del Alto Adigio o la bisciola de Valtellina, pero tampoco se olvidan de los frescos en Romaña, donde los caramelizan con canela y acompañan de queso squaquerone.

Por su parte, en Francia, nunca me he podido resistir a esas galletas de higos con pâte sablée un poco salada, que son un favorito de los pequeños. Y eso que hay recetas galas, dulces y saladas, mucho más epatantes, como la tarta tatin de higos y pistachos de Paul Bocuse, la cocotte de higos sobre lecho de hinojo con sirope anisado de Alain Ducasse, la tartina de higos con pesto y olivas de Chistian Le Squer, los higos con mozarella y limón verde de Eric Frechon, los higos asados con queso blanco y caramelo especiado de Michel Bras o el adictivo pâté en crôute de magret de pato, cerdo, foie e higos de la Maison Verot.

No es preciso recordar que para acompañar debidamente esta fruta singular, en todas sus elaboraciones, tan importante es buscar un vino digno –un gran tinto maduro, un oloroso VORS, un LBV de Oporto– como, por encima de todo, hallarse en la compañía adecuada. Y, ya metidos en faena, anímense cada vez que puedan a comerlos con la mano, especialmente si se hallan en la más estricta intimidad…

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