THE OBJECTIVE
Juan Manuel Bellver

Mi verano más crudo

«Pues bien, todas esas teorías plausibles y bastante razonables están siendo cuestionadas, hoy más que nunca, por los seguidores del movimiento raw (crudo) y la alimentación viva, que consideran la cocción como poco menos que un invento demoníaco»

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Mi verano más crudo

Crudo o cocido, frío o caliente, animal o humano. Hasta que Claude Lévi-Strauss publicó Lo crudo y lo cocido (1964), el estudio antropológico de la mitología se basaba en conceptos binarios opuestos, mediante los cuales habíamos concebido el sentido de la vida. Pero su experiencia en las selvas brasileñas le condujo a cuestionar los convencionalismos sobre las sociedades primitivas, a las cuales se atribuía un enfoque muy limitado de la existencia, regido por necesidades básicas como ropa, vivienda o comida.

«Sabio no es quien proporciona las buenas respuestas, sino aquel que formula las buenas preguntas», dejó escrito en aquel primer volumen de la tetralogía Mitológicas. Y su legado está más vigente que nunca en esta era de materialismo exacerbado y choque de civilizaciones, no sólo por haber introducido el estructuralismo en las ciencias sociales o por haber denunciado antes que nadie los peligros de la globalización (Tristes trópicos, 1955), sino por su visión humanista de la existencia y, sobre todo, por ese certero estudio de las diferentes culturas de los hombres, sus conductas, esquemas lingüísticos y mitos, que confirmó la universalidad de la mente humana.

Si el precursor de la antropología moderna atribuía la ingesta de alimentos crudos al estado salvaje o no civilizado y la de alimentos cocidos a las culturas teóricamente más avanzadas, luego llegó el biólogo español Faustino Cordón para publicar –por iniciativa del añorado Xavier Domingo– ese ensayo fundamental titulado Cocinar hizo al hombre (Tusquets,1980), que narra la evolución de la nutrición desde la fogata al aire libre hasta el hogar doméstico o la cocina-chimenea, ligada al dominio del fuego y el tratamiento culinario de los comestibles.

Pues bien, todas esas teorías plausibles y bastante razonables están siendo cuestionadas, hoy más que nunca, por los seguidores del movimiento raw (crudo) y la alimentación viva, que consideran la cocción como poco menos que un invento demoníaco. A su modo de ver, cuando los alimentos se cocinan a más de 44 grados, pierden la mayor parte de nutrientes y enzimas.

«En la historia de la humanidad hemos identificado 1,8 millones de especies. Todas siguen una dieta cruda salvo los humanos, que somos la única excepción”, señala el doctor Brian Clement, director del Instituto de Salud Hipócrates de West Palm Beach (Florida, Estados Unidos) y una de la máximas autoridades sobre el tema. Clement es, a la sazón, discípulo aventajado de la nutricionista danesa Kristine Nolfi, fundadora en los 40 de la controvertida Clínica Humlegaarden, pionera de la oncología alternativa y autora del libro de culto Raw food treatment of cancer (1981).

Con razón (científica) o sin ella, Clement y otros abanderados del concepto raw han logrado, desde hace algunos años, que cada 28 de agosto se celebre el Día Internacional de la Comida Cruda, para concienciar a la humanidad sobre las bondades de comer alimentos sin cocinar, ya sean brotes o germinados, hojas en ensalada, frutas, verduras o pescados y carnes crudos o levemente marinados.

Ingiriendo estos comestibles sin el habitual paso previo por el fuego purificador, mejoraremos presumiblemente el funcionamiento de nuestro sistema digestivo e inmunológico, al tiempo que conservaremos todos esos fito-nutrientes y antioxidantes que ayudan a combatir los radicales libres y a revertir el proceso del envejecimiento celular. ¿Será verdad?

Aunque me encanta todo el componente emocional del tema, como buen escéptico que soy, no puedo dejar de inquietarme por la proliferación de bacterias, la simpática salmonella y esos entrañables anisakis que tienden a aparecer cuando menos te lo esperas, si corres el riesgo de romper la cadena de frío en plena canícula agosteña. A pesar de todo, me confieso pecador; especialmente durante este verano, que ha sido –en temas puramente nutritivos– el más crudo de mi vida.

Carpaccio, ceviche, sashimi, tartar…. Durante el reciente periodo vacacional, no he perdonado ni una sola de las declinaciones clásicas de las recetas de pescado sin cocina (¿o quizá deberíamos reivindicar estas magníficas crudités como parte de la gran tradición culinaria?). Si he hecho bien o he causado daño a mi cuerpo es una cuestión absolutamente irrelevante. La única verdad es que dicha dieta me supo a gloria y elevó mi alma a dimensiones insospechadas. De ahí que quiera compartir con ustedes la genealogía de estos cuatro hits de la gastronomía posmoderna estival y mis impresiones sobre su uso y disfrute en estos días todavía calurosos.

CARPACCIO

Vittore Scarpazza, también llamado Carpaccio, fue un pintor veneciano discípulo de Gentile Bellini, que retrató con gran riqueza cromática el Veneto del siglo XVI. Cuenta la leyenda que el artista gustaba de comer carne cruda, cortada en lonchas casi transparentes. No importa si no es cierto. El caso es que su sonoro nombre sirve para designar, en nuestros días, esa elaboración tan de moda que hoy se aplica también a pescados y otros alimentos fileteados cual papel de fumar. La ocurrencia se debe a Arrigo Cipriani, fundador del mítico Harry’s Bar de la ciudad de los canales, que, viéndose sorprendido una noche por unos clientes inesperados, tuvo que improvisar dicho plato y bautizarlo al instante. [La devoción de Cipriani por los pintores de su ciudad es grande, ya que el antes citado Bellini da nombre, a su vez, al cóctel emblemático de la casa].

Dado su origen relativamente moderno, el carpaccio brilla por su ausencia en los manuales clásicos de ciencia culinaria, pero la ligereza de su ingestión y la facilidad (relativa) de su preparación han extendido su uso en la cocina moderna. El de carne suele hacerse con cadera o culata, bien enfriada en el refrigerador, laminada finamente, dispuesta en el plato en forma de abanico, acompañada si se desea de queso parmesano o rúcola y aliñada al gusto con aceite, vinagre balsámico, mostaza, limón, sal, pimienta, salvia, cebollino, escalonia o incluso estragón.

En Madrid fueron los italianos quienes lo introdujeron y aún hay comedores de esta nacionalidad que realizan buenas versiones del mismo. En cuanto a su adaptación a otros manjares y lattutudes, es obligado reseñar el carpaccio de de boletus con piñones y virutas de parmesano de El Bulli, así como el de manitas de cerdo con aceite de boletus de El Celler de Can Roca.

CEVICHE

¿Quién lo inventó ? ¿México o Perú? ¿Europa o América? Se trata de un plato de pescado crudo aliñado y macerado en cítricos que comen, sobre todo, en la costa pacífica de Latinoamérica. Por su etimología, la Real Academia lo emparenta con el celtíbero escabeche, que los conquistadores llevaron para allá. Pero algunos estudiosos de la alimentación precolombina, como Ruth C. Harbauer, nos recuerdan que su autoría se atribuye al pueblo Chimoe, de gran tradición pesquera, y que su difusión por todo el área occidental americana se remonta al Imperio del Tahuatinsuyo, cuando Perú llegó a abarcar medio continente.

En cualquier caso, la receta no hubiera sido nunca la misma sin la presencia española, que aclimató el limón a esas tierras indómitas. “El ceviche o cebiche –escribió el maestro Néstor Luján– es un condumio original muy digno de tener en cuenta, que sólo tiene equivalente, que sepamos, en Tahití, donde se prepara el pescado igual. No se come realmente crudo, ya que el ácido cítrico, unido al ají, producen sobre la carne de pescado los mismos efectos que la cocción… Toda la cocina de los Andes usa, y quizá abusa, del citado ají, pimiento que pertenece a la misma familia que los chiles mexicanos y del cual existen diversas especies”.

Ají amarillo o rocoto, chile verde, poblano, árbol, guajilla… La lista puede ser larga, aunque los grandes cevicheros aconsejan emplear en la receta sólo los más suaves, cuando se trata de pescado blanco: mero, corvina, cojinova, pescadilla, rape… Aunque también hay quien lo hace con crustáceos, con pulpo u otros moluscos. ¿Más ingredientes? Al pescado, la lima y el ají, suele añadirse cilantro, cebolla roja, apio en rodajitas, maíz cocido, yuyo (un alga marina), camote (boniato o papa dulce), patata y hasta tomate triturado, sobre todo en México.

En nuestro país, el ceviche es una receta que ha pasado del anonimato a la popularidad en dos décadas, trascendiendo el área de influencia de los establecimientos peruanos y mexicanos para convertirse en punta de lanza de la expansión nikkei o sushimex. Entre mis favoritos, siguen el clásico de corvina con rocoto peruano y ese vuelve a la vida mexicano que descubrí por primera vez en el entrañable restaurante capitalino Entre Suspiro y Suspiro de la familia Castaneda.

SASHIMI

El sashimi consiste en pescado crudo cortado siguiendo unas reglas muy precisas, definidas por un Daizen-Shoku, o cocinero imperial japonés, durante el periodo Nara (de 710 a 794). Inicialmente, se empleaban peces de agua dulce, hasta que en la era Edo (1600-1868) dicha preparación se abrió a ejemplares marinos y terminó por ser adoptado como alimento básico cotidiano del pueblo nipón.

El secreto del plato perfecto radica en la frescura del pescado y en el corte. Aunque parezca simple, está probado que dos maestros distintos no cortan igual la misma pieza y esta no tendrá el mismo sabor. ¿Pueden creerlo? Además, la calidad del sashimi varía según la parte del pescado que se utilice. En el atún, por ejemplo, los cortes más demandados son el o-toro y el chu-toro, que resultan más grasos y proceden de la parte inferior del pescado, mientras que el popular akami proviene de la espalda.

Por supuesto, la norma dicta que se sirva acompañado de salsa de soja y wasabi. Pero un sashimi de auténtica Champions League merece un respeto tal, que lo mejor que puede hacer el comensal con dichos condimentos es administrarlos con una mesura casi espartana. Parafraseando a los reyes del diseño nórdico, menos es más. Y, como se suele decir en los espectáculos de acción extrema, “no intente hacerlo usted en casa”. No le saldrá jamás igual que a un maestro de Tokio, Kioto u Osaka.

TARTAR

El cliente ve esa bola de carne casi sangrante sobre la mesa e increpa al camarero. “Verá señor, este plato es así”, le explican. “¡Pues sí que eran salvajes esos tártaros!”, exclama horrorizado. La anécdota, absolutamente cierta, ocurrió unos lustros atrás en un conocido restaurante madrileño, una de cuyas especialidades es precisamente el steak tartar.

“Su nombre evoca a los guerreros corriendo sobre sus corceles y llevando entre la silla y la manta sudadera buenos filetes para que se maceraran antes de comérselos crudos o acompañados de yogur”, escribió al respecto Lorenzo Millo. El apelativo, en realidad, tiene poco de histórico y viene de la costumbre antañona de asociar a esta tribu asiática aprestos en crudo o acompañados de una salsa mayonesa ilustrada con alcaparras y yema de huevo cocido.

El steak tartar, en cualquier caso, consiste en carne cruda picada, sazonada con pimienta, tabasco, salsa Worcestershire y otros inventos, que se sirve hecha una bola, con una yema de huevo (cruda también) en el centro y cebollita, alcaparras y perejil picados a los lados. Un clásico de bistrot parisino para el cual los puristas recomiendan la carne de caballo y el venerable Paul Bocuse, un buen solomillo de buey.

Stéphane Guerin, en La Gastroteca, elaboraba antaño con magret de pato el estrambótico tártaro fractal en homenaje al matemático Benoît Mandelbrot. Sin llegar a ese nivel de simpática excentricidad, el tartar más o menos canónico ha sido siempre un clásico de locales madrileños como Sacha o, más recientemente, Askua Barra, La Taberna de Elia o Saddle. Mi favorito mundial, en cualquier caso, sigue siendo el de Les Fines Gueules en París, una versión nada ortodoxa, puesto que lleva parmesano y tomate seco… ¡pero qué carne!

El secreto, por si se animan a hacerlo en casa, está en un concienzudo picado previo del ingrediente prima principal, para ablandar esa dura proteína elástica de la fibra muscular que es el colágeno. Para estos casos, por favor, olvide la picadora y corte la carne manualmente, como manda la tradición, con un cuchillo bien afilado. El resto son cuentos tártaros.

Y si prefiere usted la versión ictiófaga, el tartar de atún, popularizado en los 80 por Shigefumi Tachibe en la Chaya Brasserie de Beverly Hills (California) y luego difundido en todo el orbe, debería ser un orgullo nacional dado que la gran familia de los túnidos alcanza su plenitud durante el verano, cuando cumple su particular rito biológico de desovar más allá del estrecho de Gibraltar, perdiendo en la empresa innumerables ejemplares, atrapados por los pescadores gaditanos gracias a ese ingenioso sistema de redes llamado almadraba.

Para su preparación, se prescinde generalmente de la cebolla picada, las alcaparras y el huevo duro, de forma a no desvirtuar el sabor delicioso del pescado fresquísimo. Lo importante, sobre todo, es no caer en la tentación de usar la máquina picadora en vez de cuchillo, ya que  el género quedaría como una estopa.

Como a muchos de ustedes, a mí me gusta prepararlo en casa con daditos de aguacate, añadiendo ocasionalmente un poco de apio picado, tomatitos cherry o cilantro. Agreguen al gusto un poco wasabi o salsa de jalapeño para darle la debida alegría, pero cuidado con el limón, las semillas de sésamo o la salsa de soja, que tienden a ser demasiado invasivos. Mi favorito en la escena madrileña, es el de Kabuki Wellington, que incluye huevo frito con sus obligatorias puntillitas y unas adictivas papas criollas. ¡Una fiesta que rompe con todas las reglas!

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