THE OBJECTIVE
Daniel Capó

Vuelven los setenta

«Ha vuelto la inflación contenida, alentada por los bancos centrales, con el objetivo de encauzar la lava del endeudamiento sin control»

Opinión
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Vuelven los setenta

Allan Warren | CC BY-SA 3.0

Ya que la inflación ha vuelto, conviene que echemos la mirada hacia atrás y regresemos a la década de los setenta, que fue el último gran periodo inflacionario. Los setenta no fueron solo los años de la crisis del petróleo, sino la época que marcó el fin del optimismo –ingenuo o no– de los sesenta. De la llegada del hombre a la Luna se pasó a una crónica distópica, en un movimiento pendular que no es ajeno a la marcha de la historia. Sin necesidad de mirar tan atrás, este también ha sido el relato del siglo XXI, tras los felices años noventa con los que se clausuró la pasada centuria. Occidente llegó a su momento álgido poco antes de iniciar una larga y solemne decadencia, apenas enmascarada por el hiperendeudamiento global. Por supuesto, los setenta no fueron solo la inflación, sino también el despegue de la burocracia y la regularización, la resaca del cambio de valores, el agotamiento del salto productivo y el inicio –entonces apenas perceptible– del invierno demográfico.

En medio siglo, muchas cosas han cambiado y otras tantas no. Ha vuelto la inflación contenida, alentada por los bancos centrales, con el objetivo de encauzar la lava del endeudamiento sin control. La dictadura de la regulación no ha hecho sino incrementarse, favorecida por la tecnopolítica y los instintos sádicos de la burocracia. El salto competitivo sigue a la espera de una definitiva revolución tecnológica que vaya más allá de los bits. Una población envejecida ejerce más presión sobre las cuentas públicas, mientras cunde la melancolía de que cualquier tiempo pasado fue mejor.

La inflación regresa, indudablemente, como un impuesto a las clases medias y trabajadoras. El ahorro se invisibiliza y se pierde poder adquisitivo. Los salarios menguan, aunque hayan subido a tasas históricas. En nuestro país, la ausencia crónica de industria y de empleo agravan la fractura social. Sin modelo –o con un modelo equivocado–, la decadencia se hace inevitable, por muy dulce que quieran presentárnosla. La inflación básicamente supondrá empobrecimiento y ruptura, la imposición de una sociedad a dos velocidades: unos –los menos– con acceso a la propiedad –inmuebles, acciones, bonos– y otros –los más– sin ninguna opción. Nada hace más evidente este proceso que el precio de la vivienda en las llamadas ciudades de éxito. Con el alquiler igualmente disparado, el acceso a la clase media se sella con un piso en propiedad: ardua labor para millones de jóvenes, a pesar de los tipos de interés negativos.

Se apunta que la inflación tal vez sea meramente transitoria, una fase coyuntural tras la normalización de la pospandemia. No resulta descartable, aunque la experiencia nos enseña lo difícil que es meter en vereda a los demonios una vez se ha abierto la caja de Pandora. ¿Quién sabe? La nueva guerra fría tendrá consecuencias imprevistas, como corresponde a los designios de la historia. Sin necesidad de acudir a Tucídides, el enfrentamiento entre un poder imperial creciente y otro en ligera retirada nunca se salda sin consecuencias. Se diría que nadie sale incólume de los avatares de la historia, por mucho que añoremos la estabilidad de un mundo amable. Como bien nos enseña ya la sabiduría del Génesis hace tres mil años, el futuro exige nuestra participación: que nos anticipemos a escribir unas líneas.

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