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Gonzalo Gragera

Política y teatralidad

«Casi toda la acción política se limita a la imagen, la apariencia, la comunicación, al eslogan, y en rara ocasión sobrevive a algo más»

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Política y teatralidad

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Esta política nuestra de hoy día es un hecho de no ficción que sin embargo podríamos catalogar de ficción. Desde hace años se repite la dinámica: parece que vivimos en un perpetuo simulacro, en una representación teatral, donde nada va más allá de la máscara y del decorado, con el inconveniente de que todo es cierto. Casi toda la acción política se limita a la imagen, la apariencia, la comunicación, al eslogan, y en rara ocasión sobrevive a algo más. Aunque estos últimos diez años de vida política podrían haber sido cruciales a la hora de proponer y concretar reformas, todo ha quedado resumido en sucesivos debates urgentísimos e importantísimos que duran cinco días en Twitter. Por retomar algunos temas de un pasado muy cercano: la salud mental o el consumo de la carne. Y si ampliamos el espectro del tiempo, nos iremos a otros más lejanos, como la modificación de la ley electoral o la reforma de la elección de los jueces.

Los debates políticos, ni que decir tiene que condicionados por las redes sociales, se quedan en una exposición narcisista de sus interlocutores. Lo vimos en el mencionado asunto de la carne, donde todo nació viciado de estratégica ideología para terminar en el meme paródico y en la caricatura del adversario. Perdiendo, una vez más, una buena oportunidad para charlar sobre un tema que podría ser de interés y que sin embargo no pasó de una foto a un cachopo y de bromas acerca de una foto de un cachopo. Con la salud mental ocurre algo parecido -pasó con la corrupción, la crisis, el desempleo-, pues aquí también se percibe ese oportunismo político: un problema social que sirve al político para captar la atención de un electorado. Digamos que la necesidad de los otros es una oportunidad de éxito propio.

Esa política de cáscara hueca de los últimos años ha sido aprovechada, claro que sí, por políticos de cáscara hueca. Nombres que han logrado una reconocida trayectoria laboral gracias a problemas sociales, económicos -el viejuno concepto de casta o el feminismo-. Nombres que han tenido un complemento ideal en asesores como Iván Redondo, quien diseñaba idénticas estrategias de promoción para Monago y para Pedro Sánchez. Recordamos aquel publirreportaje apelando al votante estándar, en el que Sánchez iba vestido en chándal y paseando el perro.

El pasado domingo, en una entrevista con Jordi Évole, se supone que al fin conocimos al que hasta ahora era el cerebro privilegiado de la comunicación política, rodeado por esa aura de misterio y de poder. Prodigioso analista. Creativo certero. Después del programa, no obstante, descubrimos a un hombre que quizá ha sido demasiado estimado por políticos y por periodistas. Un hombre al que tan sólo le ha acompañado una época, y nada más.

De política de apariencias, de teatralidades, de efectismos, bien sabe otro protagonista, Pablo Iglesias, quien lo mismo te alzaba un puño al cierre de un mitin que se disfrazaba de moderado constitucionalista en sus últimos debates electorales. Reformas sustanciales del sistema por parte de Pablo Iglesias, apenas contamos -algún día habrá que analizar el IMV-. Pero episodios para captar titulares en los medios, muchísimos. Dice un amigo que Pablo Iglesias es un hombre que se metió en política para salir en la tele. Tiene gracia hasta que nos paramos a pensar en el tiempo que hemos perdido y en los problemas que ahí siguen. Esperando una solución. Esperando a personas que, en determinados momentos, no quieran ser actores importantes sino útiles.

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