Los idus de marzo
«En calles, bares y restaurantes los mismos que tanto valoraban al personaje, preguntándose por él y sus misteriosas cualidades, son los que ahora lo tildan de ridículo. Que la fiesta no pare»
Tengo una amiga política. De entrada, la unión entre amistad y política, parece –y con razón– un contrasentido. Del mismo modo que los reyes no tienen amigos, los políticos –si se ven en la tesitura (y se ven y no les disgusta: es el medio)– tampoco. Pero ella y yo mantenemos una, digamos, larga –que no profunda– amistad en el tiempo. Quizá porque no comulgamos con las mismas ideas y la disparidad es algo habitual en nuestras conversaciones, eso nos mantiene. Pero una cosa tengo que decir a su favor: me escucha más que yo a ella. Luego tira por el camino de en medio o continúa por el suyo. Nunca, en cosas que he creído importantes, me ha hecho caso –en otras tampoco, aunque diga que sí– y a veces pienso que uno de los motivos es que está rodeada de personas que la adulan y en las que se reafirma y ya le va bien escuchar muy de vez en cuando las impertinencias de un Pepito Grillo como antioxidante. Le va bien para no perder pie: es lista y no está dispuesta. Otras porque lo que yo diga no le sirve para nada en su camino.
He de decir que en nuestra relación he mantenido una constante: cuanto más poder ha tenido –y ya tiene bastante– menos hago por verla; cuanto menos o nada tenía, nos veíamos algo más, sin excedernos nunca. Ella también disponía de más tiempo. Siempre tuve la intuición de que llegaría lejos –así se decía antes– y así ha sido. Pero recuerdo que cuando hacía un año que estaba donde está ahora, hablamos de Borges y de su venida a Mallorca durante su juventud; no recuerdo por qué pero hablamos de eso, al hilo de algo que tampoco recuerdo. Lo que sí recuerdo es que debí de tener una iluminación borgiana porque de repente le pregunté qué tal se encontraba donde estaba. Me miró con gesto de interrogación (el manejo de los silencios también es importante –y vulgar– en los políticos pero a mí me gusta hablar). Y le dije algo que mientras lo decía me sonó, repito, a eco borgiano: ‘Hace un año que has cruzado la puerta de lo que se llama poder. Lo deseabas y lo tienes. Pero ya llevas tiempo suficiente para saber que detrás de esa puerta no hay nada. Absolutamente nada. Esto es el poder: una entelequia, aunque por esa nada te adularán y te odiarán, te pedirán favores y estarán pendientes de ti, te criticarán y te alabarán, te encumbrarán e intentarán derrocarte. Por esa nada, repito. Y muchas veces serán los mismos aquellos que hagan una cosa y su contraria, lo sabes’.
No supe si me miraba pensando que era un tontainas ingenuo o con la sorpresa de quien no se le había ocurrido antes lo que le acababa de decir. Podría haber sido tanto lo uno como lo otro. Pero como sabe mirar –me gustan las personas que saben mirar–, no olvidé aquella mirada suya. Las veces que hemos vuelto a estar juntos no ha vuelto sobre el asunto: nunca vuelve atrás en nada, sospecho.
Estos días me he acordado de aquella conversación al hilo de los comentarios que he escuchado o leído sobre la entrevista de Iván Redondo en televisión. A Iván Redondo nos lo presentaron como el cerebro maquiavélico de este gobierno y tal vez lo fuera. A mí el personaje no me interesó nunca ni poco ni mucho, pero alguna vez he oído comentarios si no admirativos sí valorativos y con mucha curiosidad por el consejero en la sombra. La imantación del poder, supongo. Era tildado de fenómeno absoluto y sus maniobras orquestales en la oscuridad –fueran suyas o de quien fueran– interpretadas como dignas de Rasputín. Por supuesto, Pedro Sánchez era la zarina de todas las Rusias, Alicia de Hesse de soltera. Y lo era por tener a Redondo junto así, éste ha sido el análisis general. Es muy curioso como se achaca a los que detentan poder unas cualidades que muchas veces no tienen.
La entrevista televisiva del Gran Consejero y urdidor de todas las tramas en la Ciudad Imperial desveló, una vez más, que cuando se cruza la puerta sellada detrás no hay nada –o menos que nada– y el rey va desnudo. Eso desveló mientras su entrevistador se iba colgando las medallas que antes pertenecían al caído, costumbre habitual en el periodismo político y una forma de vampirismo: de la loa en los buenos tiempos al destrozo –sibilino o no– en los malos, nunca al revés. Y en calles, bares y restaurantes los mismos que tanto valoraban al personaje, preguntándose por él y sus misteriosas cualidades, son los que ahora lo tildan de ridículo. Que la fiesta no pare. No es difícil intuir lo que ocurriría si el Maquiavelo de Sánchez recuperase los oscuros pasadizos del poder.