La razón y la pasión
«Hay varios motivos por los que la razón cotiza más alto en el mercado de los filósofos que el sentimiento»
Ser racional es escoger, a la vista de la información disponible, la acción que mejor asegura el logro de un objetivo. En principio, la gente suele estar de acuerdo en que no hay contexto en que aplicar la racionalidad sea perjudicial, ni decisión que no se beneficie de haber sopesado ventajas e inconvenientes, entendido las causas, anticipado los efectos y calculado los riesgos. El uso de razón –se solía decir– es lo que distingue al homo sapiens de los otros animales y asegura su dominio planetario. Contra el sentimiento, en cambio, pesa una cautela inmemorial. Se lo considera un trance pasajero que someter a estricto régimen de vigilancia. Si decimos «lo hice sin pensar» –es decir, impulsados solo por la emoción– suele ser para referir un fallo, una falta, una acción que querríamos poder revocar. Y aunque sabemos que hay sentimientos gratos, desconfiamos de ellos también: el amor nos expone al sufrimiento, al gozo le siguen penas tan amargas como las penas mismas, la ilusión abre la puerta al desencanto. La alegría de aquí y ahora será la melancolía del allí y entonces.
El sesgo contra la emoción (término que privilegia la ciencia, prefiriendo la filosofía afectos, inclinaciones, sensaciones, sentimientos o –ya denotando lo netamente negativo– pasiones) recorre historia de la moral. El primado de la razón y la contención de la emoción es el núcleo de la ética de la Antigüedad. En Platón, la razón, el entendimiento, es la facultad divina o superior del alma, y ha de gobernar las pasiones y los apetitos, según su famosa imagen del auriga que embrida los caballos del carro alado. Los sentimientos son una enfermedad del alma y poco más puede hacerse que padecerlos. Descartes, que hizo del pensar el origen de todas las certezas, los definió como confusi status mentis, estados confusos de la mente: la fotocopia borrosa de una idea. Esta jerarquía del psiquismo tenía un correlato social: los sentimientos son propios de mujeres y niños, mientras que la razón es propia de hombres y adultos. Añadamos que la fobia a las emociones no es rasgo exclusivo de Occidente; si acaso, los pensadores grecorromanos y cristianos han sido más benévolos que las sabidurías orientales. Como es sabido, el budismo localiza la fuente de todo sufrimiento en el deseo, que no admitiría otro fármaco que la propia extinción del deseo.
Hay varios motivos por los que la razón cotiza más alto en el mercado de los filósofos que el sentimiento. En primer lugar, la razón es una facultad íntima, una herramienta siempre a nuestra disposición. Las pasiones, en cambio, nos vienen de fuera. La voluntad carece de ascendiente sobre ellas. No comparecen ni desaparecen con el simple querer o no querer, y tienen la mala costumbre de durar siempre más o menos de lo que nos gustaría.
En segundo lugar, la razón es universal; una habilidad arraigada en todos los seres humanos que se expresa en un lenguaje entendible por todos. Se puede hacer partícipe a otro de nuestras razones con cierto éxito, mientras que el sentimiento es una vivencia individual. Puede irradiarse y contagiarse, pero está siempre ligado al centro de la persona. A menudo los sentimientos nos parecen, además, inefables: las palabras son impotente para expresarlos (de tal aridez nace la poesía). Podemos expresar nuestras razones y entender las razones de los demás, pero no siempre desciframos los sentimientos ajenos o ni podemos comunicar los propios. Por eso, la teoría política clásica hace de la racionalidad la primera virtud pública. La razonabilidad de los agentes sociales es lo que permite la cooperación y llegar a lo que Rawls llamaría un consenso solapado sobre problemas y soluciones colectivas, tarea imposible si solo habláramos el lenguaje de los sentimientos.
En tercer lugar, mientras la razón es una sola cosa –la facultad de cuadrar medios y fines– el sentimiento parecen ser muchas cosas, en una gama que va de lo sensible a lo espiritual, y cuya localización en el cuerpo no es fácil puntear. Separar, clasificar y nombrar los sentimientos es la labor de un venerable género filosófico: el tratado sobre las pasiones del alma. Para ello los filósofos han usado dos métodos: la introspección y la observación. En su Ética, Spinoza distingue tres pasiones principales: deseo, alegría y tristeza. Combinando y descomponiendo esos tres colores primarios del alma, Spinoza logra derivar nada menos que cuarenta y cinco afectos.
El antagonismo entre razón y pasión ha sido a menudo explotado por la literatura. El amor que vence la prudencia o la templanza que derrota al odio son danza y contradanza eternas de la ficción. A veces los escritores usan dos personajes como alegoría de lo uno y lo otro (hermanas Dahswood de Jane Austen en Sentido y aensibilidad, Narciso y Goldmundo de Herman Hesse, o los Naphta y Settembrini de Thoman Mann). La propensión a uno de estos polos es algo que descubrimos en nosotros mismos y también en los otros. Se puede ser más reflexivo o más apasionado. Los seres muy cerebrales siempre necesitan un contrapunto emocional: así Holmes su Watson (quien, por otro lado, es tan efusivo como lo pueda ser un militar británico doctor en medicina de la Inglaterra victoriana).
El romanticismo quiso trastocar la jerarquía, proclamando la preeminencia del sentimiento. «La razón es enemiga de toda grandeza», dice Leopardi. Pero lo dice en el siglo positivista por excelencia, en que la razón empieza a domar la naturaleza. Mejor encaminadas iban las investigaciones de la Ilustración escocesa: Adam Smith y David Hume intuyeron, con dos siglos de adelanto a la neurociencia, que la moralidad arraiga primero en el sentimiento. Todas nuestras acciones, incluso las razonables, son dictadas por las pasiones. La mayoría de crímenes son cometidos sin premeditación, pero igual ocurre con los actos heroicos de altruismo. El afán por comprender es antes un afán, un ahínco, una inclinación que enciende el motor. La fe en la razón es una fe.
La moderna investigación, por lo demás, rebaja bastante lo que de racional hay en nuestra toma de decisiones. Somos torpes procesando información, remisos a incluir nuevos datos que rebaten creencias previas, y proclives a tomar atajos. La facultad para calcular cursos óptimos de acción se atasca en la sala de máquinas de un inconsciente cognitivo en el que interfieren no poco los sentimientos. Sirva de ejemplo el movimiento antivacunas: no se presenta tanto como la expresión de un capricho, como de un cálculo defectuoso: la sobreponderación de los efectos secundarios, favorecida por una disposición anímica: la suspicacia. Para colmo, somos más racionales en el ámbito privado, donde las consecuencias del error son inmediatas (escogemos con cuidado la casa o el coche que compramos) que en el ámbito colectivo, donde los efectos y la responsabilidad se diluyen. En la jerga de economistas, en política preferimos la expresividad (de una creencia sobre nosotros mismos o sobre los demás) a la utilidad. Se puede votar a favor de imponer aranceles para ayudar la producción nacional y luego adquirir productos extranjeros con mejores prestaciones. Y es que consumir irracionalidad puede ser racional en la medida que la gratificación que comporta no eleve demasiado el coste material.
Como explica Arias Maldonado en La democracia sentimental, el liberalismo clásico desconocía estas patologías de la racionalidad. «No somos quienes creíamos ser». Al proponer un entramado institucional basado en el imperio de la ley y sustraído de las pasiones pasajeras, ya fueran del monarca del pueblo, los teóricos liberales se fiaron, paradójicamente, de su intuición: una pertinaz desconfianza misantrópica hacia el género humano. El corazón, a fin de cuentas, es una víscera. Pero al final de las discusiones aparece una certeza difícil de eludir: la razón no informa de las metas a las que debemos orientar las acciones. Solo traza la ruta. Es instrumental, no teleológica. Para Platón la razón era el jinete de la pasión, para Hume su esclava, y para Simon, Nobel de Economía, un pistolero a sueldo cuyos servicios pueden contratarse para cualquier causa, noble o repugnante. Quizá podamos concluir diciendo que el consenso es cosa de la razón; la concordia, como su nombre sugiere, tarea del corazón. Y que juntas, razón y emoción forman el consorcio llamado ser humano.
Para saber más:
Reason in Human Affairs, Herbert A. Simon. Stanford University Press, Stanford, California, 1983.
La democracia sentimental. Política y emociones en el siglo XXI. Manuel Arias Maldonado. Página indómita. Barcelona, 2016.