De datos y aboliciones
«Frente a quien esgrime el ejercicio de una libertad o la aplicación de una regla o principio moral no hay facticidad concluyente que valga»
Hace no tanto tiempo en una galaxia político-mediática bien, bien cercana, germinó un grupo de «científicos sociales» que, armados con cierto entrenamiento estadístico (variado por lo demás), una jerga para iniciados y la vitola de la neutralidad experta campeó por tertulias y columnas al grito de «¡los datos!». Se trataba entonces de dignificar la «conversación» patria limpiando de cáscaras de gambas y pipos de aceitunas la solera de muchas discusiones. También la forma de hacer política, algo mucho más relevante. Política «basada en la evidencia», más allá de moralismos e ideologías, se apuntaba.
No era un mal propósito, qué duda cabe, la de hacer ver al político profesional o al veterano tertuliano, ese que lo mismo pontificaba sobre un fichaje del Madrid que sobre los efectos de la concentración bancaria o las promesas de la fusión nuclear, que «correlación no es causalidad» y que una cosa es la media y otra la mediana. Si se afirmaba que la «mochila austríaca» era la solución a nuestros problemas de paro juvenil, o que la renta básica universal nos convertiría a todos en unos vagos, o que había un efecto llamada en la prestación sanitaria a los inmigrantes irregulares, parecía más que razonable mostrar que los datos, la regresión, un paper no avalaban tales afirmaciones.
Quizá el ejemplo que mejor muestra la imperiosa necesidad de «tratar bien los datos» es el relativo a la violencia de género y las «denuncias falsas», aunque es un ejemplo, curiosamente, sobre el que nunca habrán oído ni una sola palabra o explicación hoja de Excel en ristre a ninguno de esos mediáticos politólogos (tampoco han tenido particular empeño en educarnos sobre el fake data relativo a nuestro puesto en la clasificación mundial en el número de fosas comunes o cuán complejo resulta demostrar la burda causalidad predicada entre ver porno y agredir sexualmente). Y el caso es que no hay que tener un Máster en Econometría en el MIT para entenderlo: si por «denuncia falsa» entendemos la condena en firme que ha recaído en un proceso por ese delito, y resulta que tales pleitos son muy costosos y penosos para el querellante, que la Fiscalía no suele intervenir y que el estándar probatorio es muy exigente, afirmar que «solo en un 0,0074% de los casos de violencia de género hay una denuncia falsa», y no digamos ya que «solo en un 0,0074% de los casos la mujer miente», es extraordinariamente misleading, que diría Iván Redondo-in-his-opinion. Sería tanto como decir que dados los cientos de miles de interacciones sexuales que cada año hay en España y que el número de condenas por violación en 2020 fue de 2822, sólo hay un 0,0000… de violaciones; o que en la España de la década de los 50 del pasado siglo no había violencia doméstica pues apenas había denuncias. Lo mismo ocurre con la falacia ecológica tan del gusto de algunos representantes de Vox a propósito de la criminalidad y la inmigración ilegal: del hecho de que un x% de los violadores, terroristas o asesinos sean extranjeros no cabe inferir que ese x% de los extranjeros sean violadores, terroristas o asesinos. Del mismo modo cuando hablamos de género, por cierto: la mayoría de los violadores son hombres pero la mayoría de los hombres no somos violadores. Tampoco «puteros» aunque la mayoría de quienes pagan por tener relaciones sexuales sean hombres; la mayoría de las mujeres no son putas por el hecho de que la mayoría de quienes venden servicios sexuales son mujeres.
Llegó el cacareado «cambio de ciclo» (en román paladino: «Lo que juzgo como políticamente deseable y necesario aunque los microdatos y las urnas me desmientan») y algunos de esos fontaneros del razonamiento pasaron de las musas al escaño, o al despacho (ministerial o de alguna comisión de expertos fantasma). Otros menos afortunados siguieron en el teatro (de las teles y radios). Entonces se empezaron a revelar algunas costuras y a confirmar algunas sospechas. Se comprobó que más de un experto andaba desnudo, que su neutralidad presunta siempre fue impostada y que las más de las veces el cherry-picking, cuando no el juicio de intenciones, valía porque yo lo valgo. Que Alemania queme carbón como si sí hubiera un mañana no nos enturbiará la apelación a las soluciones eco-urban-friendly que aquí resultan imposibles porque nos gobierna una derecha no homologable-y-si-no-mira-mi-gráfico-de-Nolan. Y si no le gustan estos «parámetros» que demarcan el sano-ejercicio-democrático-del-diálogo-con-todos-incluyendo-Bildu-pero-no-Vox, tengo estos otros, que diría Marx (Groucho).
En estos mismos días asistimos, sin embargo, a algo más sorprendente: un ejercicio de lo que podríamos llamar «ofuscación datística» (si me permiten la licencia denominativa), que evidencia que algunos fundamentos no se han entendido bien o se olvidan con negligencia profesional grave. Esta ofuscación acontece a propósito del posicionamiento del PSOE sobre la prostitución; ya saben hay que «abolirla». Más allá de que las exactas consecuencias deónticas de la abolición no estén claras (aunque sin duda afirmar que uno quiere abolir «el mal» siempre viste) sobrecoge que alguien pueda pensar que cabe zanjar un debate como el de la prostitución apelando a «los datos».
Por supuesto que hay potenciales efectos colaterales o consecuencias indeseables cuando se permite, prohíbe o se obliga a hacer o no hacer algo, pero frente a quien esgrime el ejercicio de una libertad o la aplicación de una regla o principio moral no hay facticidad concluyente que valga. Tomemos el caso de la pena de muerte e imaginemos que «los datos» revelaran que es un eficaz mecanismo para la prevención general de los delitos más graves, o que la tortura ayuda en la investigación policial o que prescindir del estándar probatorio del «más allá de toda duda razonable» elimina más delincuentes de nuestras calles aunque más de un inocente acaba entre rejas. A quien sostiene que la pena de muerte, la tortura o la eliminación de la presunción de inocencia constituyen una violación de derechos básicos no le conmoverán definitivamente esos datos, de la misma manera que si se prueba que permitir que las mujeres aborten contribuye a «cosificar» a los seres humanos más desprotegidos ello no será razón decisiva para quienes sostienen que la interrupción voluntaria del embarazo forma parte de la libertad reproductiva. Y a la inversa: quien cree que el feto es titular de un derecho absoluto a la vida humana no aceptará como un argumento concluyente que los datos de un determinado «modelo nórdico» evidencian que los abortos clandestinos disminuyen cuando se impone un sistema de plazos.
Mutatis mutandis para quienes consideran que, mediando consentimiento entre adultos, prohibir la práctica del sexo por dinero en todas sus dimensiones actuales – prostitución, pornografía en vivo y en directo o virtual- es una forma de perfeccionismo estatal que afrenta a la autonomía individual.
Quien así se manifiesta no descubre ninguna verdad contrastable con los hechos, pero su posición debe ser tenida en cuenta – no es una mera preferencia, una reacción emotiva- cuando se apoya en argumentos y razones, algunos de los cuales serán «instrumentales», basados necesariamente en ciertos hechos relevantes que operan como razones auxiliares, pero otros estarán finalmente basados en principios morales. Que son los que finalmente pesan.
Aunque pese a nuestros «datistas» ofuscados.