Elogio de la titulitis
«La aristocracia fue siempre un sistema abierto que acogía muy oportunamente el nuevo mérito en sus filas. Esquivaba así la claustrofobia»
Pocos empeños más totalitarios que tratar de controlar la historia. Cambiar el pasado no está, según los teólogos más ortodoxos, ni siquiera al alcance de Dios, pero los políticos dicen, chulescos: «¿Que no? Sujétame el Decreto-Ley…». Comparada con la pretensión global de la ley de Memoria Histórica, que está recibiendo críticas juiciosas desde todos los ángulos ideológicos, su última manifestación parece muy superficial. El Gobierno quiere derogar los títulos nobiliarios que dio el franquismo y también —ojo— algunos que otorgó Juan Carlos I.
Sin embargo, la cosa no es superficial, ni mucho menos, aunque no afecte más que a un puñado de personas. Esos títulos reconocían la excelencia (en las armas, en la cultura, en las finanzas, en la política) que se alcanzó en aquel periodo y en la transición. Que puede discutirse, faltaría más, pero ¿borrarse? Su derogación es, por tanto, un paso más (más cualitativo que cuantitativo) en la damnatio memoriae. No extraña. La coherencia no se la negamos.
Sí extraña que la Casa Real haya dejado de otorgar títulos nobiliarios. Ni uno desde la coronación de Felipe VI. Eso también es un socavamiento, por omisión, de la sociedad de la excelencia a la altura de retirar los títulos ya otorgados. Yo animaría a sostener los títulos que la Casa Real ha reconocido, entre los que están los otorgados por el rey emérito; pero más, si cabe, a defender la institución con nombramientos de nuevo cuño.
Por varias razones. La aristocracia fue siempre un sistema abierto que acogía muy oportunamente el nuevo mérito en sus filas. Esquivaba así la claustrofobia. No conceder nuevos títulos es asfixiar a los viejos. Más importante aún: nuestras sociedades necesitan compensar su querencia por el igualitarismo con el reconocimiento de la excelencia. O ambas fuerzas —igualdad y mérito— van juntas o cada una se desquicia por su lado. Hoy por hoy, es tanta la presión del igualitarismo que habría que hacer un esfuerzo suplementario por el otro cabo. En nuestra tradición histórica, no hay reconocimiento más propio que un título, que, además, como no tiene efectos civiles ni privilegios añadidos, no socava los principios de una igualdad universal imprescindible.
Esto, como quien no quiere la cosa, permitiría a la Casa Real cierta holgura para compensar (un sistema de checks and balances, diríamos) los premios oficiales que, con más o menos disimulo, conceden directamente los políticos. Vale que el patronato del Princesa de Asturias lauree a Marina Abramović o el del Cervantes, a Peri Rossi. Están en su derecho y en sus estatutos, pero la Casa Real podría mantener una autonomía del honor, un ligero contraste y una interesante ironía. Sería deseable, por tanto, que no se limitase a ennoblecer a aquellos que el mundo ha premiado antes, como al ganador de un premio Nobel o al campeón del Mundial de fútbol, sino también a quienes lo merezcan aunque no hayan ganado unos oropeles previos. Hay que tener el valor de reconocer la valía, para lo que se necesita previamente la valía de reconocer el valor.
En esta línea imaginativa, aprovecho para vindicar los nombres sonoros y ufanos, mejor que los títulos formados con el apellido del titular y a correr. Cierta floritura está o debería estar en la naturaleza de estas pompas. Un ejemplo a seguir, el marquesado de Bradomín para Valle-Inclán. A Vargas Llosa habría que haberle dado el de Casa Verde y a Vicente del Bosque el del Doble Pivote. Podrían asesorarse con Javier Marías, que, en su Reino de Redonda, ha otorgado muy sabiamente unos ducados la mar de altisonantes.
Alguien dijo que en el siglo XXI solo quedarían cinco monarquías en el mundo: los cuatro reyes de la baraja y la reina de Inglaterra. La profecía no lleva camino de cumplirse, pero no está de más recordar que, en el Reino Unido, el sistema de ennoblecimiento funciona, con sus abusos lamentables y errores, claro, a toda máquina. Y que es una fábrica de lealtades y monarquismos, además de una institución social aceptada y querida por el pueblo. Permite que la sociedad en su conjunto celebre a sus damas y caballeros más preclaros con un toque de fantasía.
Si fuese una cuestión tan baladí o frívola como nos quieren hacer creer, ¿se empeñaría el Gobierno en retirar los viejos títulos? ¿Habría esta presión difusa —pero efectiva— para que no se concedan nuevos ni de broma?