La pandemia no quiere marcharse
«La cuestión es infectarnos lo más tarde posible, con más información, con más conocimiento sobre la enfermedad y el virus, con más tratamientos, con protocolos más eficaces»
El Apocalipsis ha llegado con nombre de virus porque incluso, en su significado original, «apocalipsis» implica que caigan los velos y que se revele una nueva realidad, distinta a la anterior. El Apocalipsis ha llegado porque nuestras vidas han cambiado de un modo radical y no parece sencillo –ni inmediato– que podamos regresar al viejo mundo que conocimos. En una entrada reciente de su blog Marginal Revolution, Tyler Cowen incidía en algo que empieza a ser incuestionable: la pandemia no ha tomado la mejor de las direcciones.
Ni siquiera en Europa o en América del Norte, donde las tasas de vacunación son inusualmente altas y se ha logrado reducir de una forma muy significativa la mortalidad. Ni siquiera en Occidente, porque el virus campa a sus anchas durante estos meses otoñales, las mutaciones se suceden y todavía desconocemos en toda su amplitud cuáles serán los efectos a largo plazo –directos o indirectos– de la enfermedad. Algunos se intuyen ya: la prevalencia del covid largo, el peor pronóstico para otras enfermedades crónicas debido a unas listas de espera cada vez más dilatadas y al empeoramiento de las cifras de salud mental; otros sólo se sospechan y entran en el terreno de la hipótesis, como una segunda ronda de secuelas –neurológicas, cardiacas o inmunes– entre los pacientes recuperados. Mientras los países asiáticos parecen poner el énfasis en la reducción al mínimo de la circulación del virus (en una política que recuerda mucho al «covid cero» que planteó Nueva Zelanda) con el objetivo de mantener tasas muy bajas de contagio, Occidente ha optado por políticas más laxas de contención, confiando en el efecto combinado de las vacunas y de la inmunidad natural. Es pronto para saber quién tiene razón o si los dos la tienen en parte. Es probable que así sea. Pero en ambos casos lo que se ha perdido son las costumbres, los hábitos y el rostro del mundo antiguo y, en cambio, han salido a la luz los miedos profundos de una sociedad a la que han sacado de quicio y que ha perdido su centro.
Y con esto llegó la variante ómicron, que amenaza ahora con convertirse en el nuevo motor de la pandemia: un virus –se dice– más transmisible y con mayor escape vacunal, aunque todavía no sabemos en qué medida ni con qué agresividad. ¿Será más o menos mortal que el coronavirus de Wuhan? ¿Cuáles serán sus secuelas más habituales? ¿Exigirá algún tipo de confinamiento, aunque sea parcial o limitado a los no vacunados? A saber. Todo son incógnitas, mientras la preocupación crece de nuevo (también el malestar social) y los datos económicos se ensombrecen (PIB a la baja, inflación al alza).
En las pandemias no hay espacios estancos. Lo que sucede a tus vecinos termina sucediéndote también a ti, más pronto o más tarde. Las olas llegarán a España –también la variante ómicron– y, de un modo u otro, todos terminaremos contagiándonos. La cuestión es infectarnos lo más tarde posible, con más información, con más conocimiento sobre la enfermedad y el virus, con más tratamientos, con protocolos más eficaces, con una carga viral baja –a poder ser– y con un sistema inmune reforzado. Hace apenas un año no había vacunas; hoy las hay, muy efectivas, y las habrá mejores. En unos meses, cuando se aprueben los nuevos antivirales, contaremos con mejores tratamientos que seguirán reduciendo la presión hospitalaria. Pero me temo que, durante bastante tiempo, serán aún necesarias las medidas no farmacológicas para reducir al máximo (como han conseguido los asiáticos) la circulación del virus. La normalidad no consiste en vivir sin miedo –que también–, sino en vivir sin virus, más allá de los picos estacionales. Sin virus y con riesgo bajo (o lo que es lo mismo, con escasa circulación del virus). Algo que dista mucho aún de nuestra realidad cotidiana.