Negacionistas lingüísticos
«Negar que existe un conflicto lingüístico en Cataluña supone estar cegado a la realidad. Basta con escuchar al presidente de la Generalitat anunciando su voluntad de incumplir una sentencia firme»
En su recién publicado Políticamente indeseable (Ediciones B), Cayetana Álvarez de Toledo rememora su primer acto de precampaña: un coloquio en el Colegio de Abogados de Barcelona convocado por la asociación Hablamos Español. Cuando llegó, observó cómo se amontonaban decenas de personas en la puerta: la junta del Colegio había revocado la cesión del auditorio y aspiraba a abortar el acto que, bajo amenaza de denuncia, terminó por celebrarse. Esta es una de las miles de anécdotas que existen sobre la tensión lingüística en Cataluña. O más específicamente, sobre la presión que el sistema ejerce sobre quienes reivindican su derecho de estudiar o trabajar en español.
En la última semana hemos vuelto a hablar de lenguas y derechos a raíz de la sentencia del Tribunal Supremo sobre la inmersión, y ha vuelto a aflorar mi personaje favorito en el debate lingüístico: el negacionista. No está ni con la Asamblea por una Escuela Bilingüe, ni con la Plataforma per la Llengua; ni defendiendo los derechos lingüísticos de los castellanohablantes, ni en guerra contra los colonos. El negacionista se limita a negar que exista un problema lingüístico en Cataluña.
Para el negacionista, el ruido lo provocan los aspavientos electoralistas de los partidos que emplean la lengua como «arma política», y que solo consiguen enturbiar la magnífica convivencia lingüística que existe en Cataluña. Al negacionista catalanohablante le gusta ilustrar este equilibrio ideal mostrando lo bien que habla español; al castellanohablante contándonos su viaje a la Costa Brava y cómo nadie lo discriminó.
Pero el negacionismo no es una opinión más, sino la negación de una verdad empíricamente demostrable. Y por eso siempre es una mala noticia, hablemos de Darwin, del cambio climático o de vacunas. Negar que existe un conflicto lingüístico en Cataluña supone estar cegado a la realidad. Basta con escuchar al presidente de la Generalitat anunciando su voluntad de incumplir una sentencia firme. ¿No denota esto la existencia de un conflicto? Para nuestros amigos negacionistas, no.
Pero la mayor insidia del negacionismo lingüístico es invisibilizar la discriminación institucional y el racismo sociológico que alimenta, así como la lucha de los pocos valientes que se atreven a confrontarlo. La creencia de que no hay conflicto lingüístico en Cataluña es incompatible con la existencia de una ley que prohíbe la rotulación comercial en castellano, de una aplicación móvil que sirve para señalar negocios donde la atención en catalán no es adecuada o una página para delatar a los docentes que usen el castellano en universidades de los Països Catalans.
El negacionismo lingüístico implica estar cegado a las carpas en llamas de S’ha Acabat!, a los espías del patio, al acoso a las familias que han elevado la voz para que se respete ¡el 25%! de docencia en castellano. Implica estar cegado ante el hecho de que Laura Borrás, actual Presidenta del Parlamento de Cataluña, firmara el manifiesto Koiné contra el bilingüismo.
El negacionismo lingüístico, como todo negacionismo, es un gesto de cobardía. Y todo gesto de cobardía es un rasgo de maldad.