¿Lengua propia o lengua okupada?
«Ni Franco consiguió borrar el catalán de la faz de la tierra, ni la Generalitat actual logrará lo propio con el español en Cataluña, donde es lengua materna de 4 millones de personas»
Un día de estos, en el fragor de una batalla televisiva, me acuerdo de estar sentada al lado de Ana Losada, presidenta de la Asamblea por una Escuela Bilingüe en Cataluña, y de tener enfrente no a uno, sino a tres lobos feroces del independentismo académico y mediático. Discutíamos, cómo no, sobre el modelo de inmersión monolingüe catalán que una reciente decisión del Tribunal Supremo ha vuelto a poner bajo los focos. ¿O quizá sería más exacto decir que lo ha puesto de verdad bajo los focos por primera vez?
Ya que está tan de moda revisar la Transición a fondo, volver del revés todas sus costuras, todos sus bolsillos, ¿por qué no revisamos también algunas cosas de las que poco se habla, como por ejemplo la catalogación del catalán como «lengua propia» de Cataluña, enunciada por primera vez como tal en el Estatut d’Autonomia de 1979, y revalidada en la vidriosa reforma del 2006? Mira que hubo lío con otras cosas que se impugnaron de aquel neoEstatut. Y en cambio a nadie se le ocurrió impugnar esta.
Yo todavía ni sospechaba la incomodidad personal, la inmensa vergüenza ajena que llegaría a sentir hacia el separatismo catalán. Todavía me consideraba razonablemente en línea con un catalanismo razonable cuando me recuerdo pegando un respingo ante esta afirmación de Miquel Roca, hecha en el marco distendido de lo que los periodistas llamamos off the record en algún momento de los años 90. Y va y de repente dice Roca, con felina sonrisa feliz: «Esto del catalán como lengua propia es un buen gol que les colamos en Madrid».
Insisto, yo entonces vivía una vida embebida de catalanidad, podía pasar días enteros sin hacer uso de la lengua y la cultura castellanas. Y aún así esta frase de Miquel Roca me sonó a rayos. Fue como un primer vislumbre de la falta de gallardía, de la fundamental mezquindad que me acabaría encontrando allá de donde yo sólo esperaba limpieza y razón. Y hasta heroísmo.
Igual que hay quien cree haber descubierto de repente que la Transición no le gusta, que la monarquía no le convence, y que la Constitución ni fu ni fa, que ojalá a la salida de la dictadura nos hubiéramos pegado los unos a los otros los cuatro tiros que quedaron pendientes de la Guerra Civil, también hay quien puede pararse a reflexionar sobre a dónde nos ha conducido esta infinita tanda de penalties y de autogoles por la escuadra.
Hay muchas maneras de dañar una lengua y una cultura, y la más eficaz es devaluar a las personas que son sus portadoras
Plantear en los años 80 -no digamos en 1979- el reconocimiento del catalán como lengua propia de Cataluña podía entenderse como un gesto de reparación a una lengua ciertamente muy desprestigiada y arrumbada durante el franquismo. Dice el querido y admirado Albert Boadella que nunca llegó a estar oficialmente perseguida; yo aquí me detengo al filo de darle la razón. Hay muchas maneras de dañar una lengua y una cultura, y la más eficaz es devaluar a las personas que son sus portadoras. Ni Franco consiguió borrar el catalán de la faz de la tierra ni la Generalitat actual logrará lo propio con el español en Cataluña, donde es lengua materna de 4 millones de personas. Ah, pero basta con hacer sufrir para que las cosas sean exactamente eso: insufribles.
Nos acordamos mucho estos días de Severo Bueno, el valiente abogado del Estado que fue uno de los primeros en apercibirse de la intrínseca perfidia de la inmersión, en combatirla jurídicamente y obtener 3.000 euros de compensación por el daño que semejante modelo le había causado a su hija, escolarizada a la fuerza en catalán y sólo en catalán en Cataluña. Parecía poca cosa, una cosa inocente, que qué te cuesta, pero no. Severo Bueno se dio cuenta de la infinita mala leche oculta bajo capas y capas de bonhomía cobarde. 3.000 euros eran una miseria, pero eran algo. Un reconocimiento de que había algo torcido que enderezar.
A estas alturas ya deberíamos estar familiarizados con ciertas «astucias» y «jugadas maestras» del separatismo, lobo feroz en la escuela, los medios de comunicación catalanes y la calle, y que en cambio, cuando pintan bastos ante la justicia, se reviste de piel de cordero, pretendiendo hacer otra cosa que la que hace y ser otra cosa que la que es.
Insisto, el reconocimiento del catalán como lengua propia de Cataluña podía parecer algo inocente y bienintencionado en 1979. Como para que en 2006 el tema allí siguiera y a nadie se le ocurriera cuestionarlo ni cambiarlo. Sin embargo, para entonces ya había llovido lo bastante como para tomarle el pulso a la tormenta. La ley de normalización lingüística de 1983 -aprobada por unanimidad en el Parlamento catalán, precisamente porque no acababa de dar la cara en el tema de la inmersión- y posteriormente la ley de política lingüística de 1998 -esta, ya significativamente menos unánime: el conseller de Cultura de la época pasó las de Caín para sacarla adelante- ponían las bases cristalinas de lo que iba a suceder. Allanaban el camino a establecer el catalán como «idioma de uso normal y preferente de las Administraciones públicas y de los medios de comunicación públicos en Cataluña, siendo también la lengua normalmente utilizada como vehicular y de aprendizaje en la enseñanza».
En manos de una panda de talibanes y resentidos, todo esto devino una bomba de relojería, un artefacto de discriminación y segregación
Insisto, parece poca cosa, y poca cosa sería en un contexto de buena voluntad, respeto por los valores de ciudadanía y consideración hacia la libertad de todo el mundo. En manos de una panda de talibanes y resentidos, todo esto devino una bomba de relojería, un artefacto de discriminación y segregación. El catalán, ¿lengua propia de Cataluña o lengua okupada por los peores catalanes, los que se han propuesto ni un solo día irse a acostar sin amargar la vida a los mejores?
La mala fe es un veneno que todo lo pudre. Hasta es capaz de convertir el más acendrado antifranquismo en algo muy parecido al franquismo que pretendía combatir en primer lugar. Con el «gol» que tanta gracia le hacía a Miquel Roca, se abrió la veda para cambiar las reglas del partido y del juego, para sembrar la discordia y la humillación que vuelven a arreciar estos días. Hoy más que nunca, si una familia intenta hacer valer, como hizo Severo Bueno, su derecho a pedir la escolarización de sus hijos en lengua materna, la ley les ampara, sí; pero de aquella manera. Porque el margen para la represalia, la pena social y el señalamiento son tan grandes, en una palabra, porque las tragaderas para la arbitrariedad siguen siendo tan hondas, que hay que decantarse por el activismo o por la sumisión. Sin término medio.
Por todo lo antedicho, y con extrema vergüenza y no poco dolor, me pregunto: ¿para cuándo una reforma del Estatut y/o de lo que haga falta para cambiar esta infamia de la lengua propia? ¿Cuándo reconoceremos de una vez que los territorios no tienen ni pueden tener lenguas propias, sólo oficiales, y que a partir de ahí nadie es menos ni merece menos que nadie? ¿Cuándo le quitamos la pistola al mono?