Pero, ¿quién puede acosar a un niño?
«Canet solo será Ermua si los equidistantes habituales se deciden por una vez a moverse en la dirección correcta»
Seguramente ya se ha dicho todo lo que tenía que decirse sobre el caso de la familia de Canet del Mar que reclama que el colegio de su hijo cumpla con la exigua cuota del 25% de docencia en castellano que, tal como los tribunales de justicia han recordado en varias ocasiones al gobierno catalán, contempla la ley vigente. David Mejía ha señalado en este mismo periódico que el acoso al pequeño —cinco años— es otro de los productos que viene manufacturando desde hace décadas la industria del odio nacionalista y se ha preguntado si quizá Canet no podría convertirse en una nueva Ermua. O sea, en un lugar que marcase y simbolizase a la vez un cambio de opinión sobre la legitimidad de las políticas de nacionalización aplicadas por los sucesivos gobiernos nacionalistas, con el apoyo tácito de sus compañeros de viaje en la izquierda catalanista, desde comienzos de los años 80.
Todo puede ser; cosas más raras se han visto. Aunque se antoja improbable: si la violación del orden constitucional que conocemos como procés condujo a la elección de quienes lo urdieron como socios preferentes del gobierno, no se ve por qué arremeter contra una familia que defiende sus derechos y poner a un niño en la picota habría de merecer mayor reproche por parte de los aficionados a la equidistancia. Es verdad que este triste asunto posee la truculenta ventaja de la concreción. Frente a la abstracción conceptual de los derechos y la frialdad de las estadísticas sobre hábitos lingüísticos, lo que tenemos aquí delante es eso que Elías Canetti llamaba una «masa de acoso» dedicada a formular amenazas de tipo mafioso: mientras no toquéis aquello que consideramos nuestro, nos llevaremos bien, pero mucho cuidado con llevarnos la contraria. Pero acosar a un niño y señalar a su familia no acaba de estar bien visto: la xenofobia conoce envoltorios más presentables. La sentimentalización de la política puede jugar en contra de los adalides del un sol poble cuando el objetivo de sus fobias es un pobre niño que ni siquiera sabe lo que es una «nacionalidad histórica». Quizá no lo sabe nadie, por otro lado.
En todo caso, Canet solo será Ermua si los equidistantes habituales se deciden por una vez a moverse en la dirección correcta. Se me dirá que constituye un atrevimiento hablar de posiciones «correctas» en un marco de relativismo cultural: ¿quién sabe lo que está bien y lo que está mal? Vamos a intentarlo: imagino que podemos estar de acuerdo en que hay que dejar a los niños en paz; el siguiente paso sería coincidir en que tampoco debiera estigmatizarse a una familia que reclama el cumplimiento de la ley; con algún esfuerzo, quizá podamos también llegar a la conclusión de que el Gobierno catalán no debe desobedecer a los tribunales de justicia. Podemos dejar para otro día la discusión acerca de la idoneidad del modelo de inmersión lingüística: según nuestros más prestigiosos editorialistas, se trata de un modelo de éxito incontestable que asegura la cohesión de la sociedad catalana.
Moderemos nuestro entusiasmo: tal como puede comprobarse en el caso de Juana Rivas, mártir del feminismo oficialista, los niños cuentan poco si se trata de defender una causa sagrada. Siempre se puede aducir que acosados y denunciantes pertenecen a la «extrema derecha», un abracadabra rutinario que sigue teniendo efectos mágicos sobre la percepción de muchos españoles. A cambio, es justo reconocer que las redes sociales y los medios digitales han demostrado su utilidad: por mucho que nos desesperen sus peores rasgos, ya que también sirven para realizar señalamientos y alentar escraches, es dudoso que los medios tradicionales hubieran logrado por sí solos capturar de manera sostenida la atención pública sobre esta deprimente exhibición de miseria moral. ¡Algo es algo! Por lo demás, el Gobierno de la nación parece tener poco interesante que decir; cabe preguntarse por qué su conocida afición al moralismo no ha encontrado aquí ocasión de ejercitarse. Quizá solo quiera que, entrado ya el mes de diciembre, tengamos las fiestas en paz: empezando, claro, por la suya.