Jefes de prensa
«No se puede considerar periodistas a los jefes de prensa. Cualquiera que haya trabajado en los dos frentes sabe que hay una línea invisible que los separa»
Jefes de prensa, directores de comunicación, dircoms, relaciones públicas, asesores de imagen, publicistas… La diversidad de denominaciones ya delata que se trata de una función muy poco definida y, por tanto, que se presta a numerosos equívocos. Estamos ante una profesión muy a menudo ejercida por periodistas, pero que, en realidad, poco tiene que ver con el periodismo. La razón de esa distancia entre uno y otro oficio es que los informadores representan a sus lectores, oyentes o televidentes. Sin embargo, los jefes de prensa sólo representan a sus empresas, partidos políticos, equipos de fútbol u otras entidades con intereses muy concretos, comerciales o ideológicos, que no tienen por qué ser precisamente los de los ciudadanos.
Los jefes de prensa –ellos se denominan «miembros del equipo de comunicación»- han cobrado un inusitado interés público. Digo inusitado, porque suelen desempeñar su labor de una forma discreta, sin más relación con los ciudadanos que a través de los periodistas. Podríamos considerarlos intermediarios entre los intereses de sus entidades y los de los representantes de los ciudadanos, encarnados, al menos de forma teórica, por los periodistas.
¿Se puede considerar periodistas a los jefes de prensa? En mi opinión, no. Cualquiera que haya trabajado en los dos frentes sabe que hay una línea invisible que los separa. Sin embargo, la mayoría de los jefes de prensa proceden de medios informativos. Durante la Transición, las redacciones se convirtieron en caladeros de los partidos políticos para seleccionar a sus comunicadores. Hay nombres tan notables como los de Fernando Ónega, autor de importantes discursos de Adolfo Suárez; Eduardo Sotillos, que llegó a ejercer como portavoz del Gobierno de Felipe González; Agustín Valladolid, que trabajó en la comunicación de gobiernos de UCD y PSOE; o Miguel Ángel Rodríguez, portavoz del primer gobierno de Aznar y ahora director del gabinete de presidencia de Ayuso.
Un buen número de mis compañeros, a lo largo de casi cuarenta años de vida redaccional, han pasado por los gabinetes de prensa de ministerios, consejerías autonómicas, concejalías municipales, equipos de fútbol, empresas de los más diversos sectores y, por supuesto, partidos políticos. Los trabajos para la administración tienen una gran ventaja para los periodistas. Sus empresas están obligadas a concederles excedencias, pues consideran su función de interés público, y también a readmitirlos cuando cesan en sus funciones. Eso sí, las empresas suelen vengarse, a la vuelta a la redacción, destinándoles a puestos muy por debajo de los que dejaron a su salida.
La tensión entre los llamados jefes de prensa y los periodistas no es nueva. Su misión es convencer a los periodistas del interés de las comunicaciones de los organismos o empresas para los que trabajan. Los periodistas, anegados de este tipo de informaciones, tienen la misión de no dejarse embaucar y discernir lo que es interesante y lo que no. El choque de intereses es inevitable.
Uno de esos roces suele darse cuando los periodistas que han dado el paso de trabajar para una determinada entidad, favorecen a sus antiguos medios y castigan a sus antiguos competidores. ¿A quién facilitar una exclusiva? Normalmente, a los más conocidos, aunque solo sea por muy humanos sentimientos de satisfacer a sus antiguos compañeros, que con probabilidad volverán a serlo en el futuro.
Son muchos los casos de periodistas disconformes con las líneas editoriales de sus propios medios y así lo señalan públicamente. En cambio, no conozco un solo caso de jefes de prensa que se muestran críticos con los organismos a los que representan. Y eso lleva a pensar que están sometidos a una disciplina más férrea. No es imprescindible que el jefe de prensa de un partido sea militante, pero ningún partido elegirá a alguien no afín a sus ideas para representarlo. Igual que el Real Madrid no va a elegir a un antimadridista como comunicador del club (sin ir más lejos, Antonio García Ferreras, que fue director de comunicación de Florentino Fernández, nunca ha ocultado su pasión merengue dentro y fuera de la casa blanca). O que la Conferencia Episcopal no dejará en manos de un ateo su comunicación, o que la Casa Real no delegará en un republicano la imagen de la institución.
Así que debemos deducir que en los jefes de prensa hay un factor ideológico que no se da más que en algunos periodistas de carnet. Desconozco la procedencia de los equipos de comunicación de PSOE, Unidas Podemos, ERC, PNV, EH Bildu, Junts, PDCat, Más País-Equo, CUP, Compromís, BNG y Nueva Canarias, que pidieron retirar la acreditación de determinados medios. Pero estoy seguro que en su mayoría son afines a los partidos que los representan.
La petición de estos jefes de prensa ha provocado múltiples reacciones. Hay quien dice que constituye un ataque a la libertad de expresión. Y hay quien sostiene que determinados periodistas transgreden las mínimas normas que deben guiar el ejercicio de la profesión. Lo cierto es que, como bien afirmaba Carlos Sánchez en El Confidencial, estamos ante una guerra entre periodistas. Pero sólo a los periodistas y a los lectores, y en ningún caso a los políticos, corresponde decidir quién puede ejercer el oficio y quién no.
Parece necesaria una regulación de las funciones de los jefes de prensa, especialmente en el caso de la política. No hay que olvidar que su trabajo se considera una función de interés público, con las ventajas e inconvenientes que eso conlleva. Las funciones y el comportamiento de los periodistas, en cambio, ya están suficientemente regladas por el artículo 20 de la Constitución y por el Código Penal. Cualquier veto, por motivos ideológicos, sería una limitación de la libertad de expresión.
Cada vez que se plantea el asunto, me viene a la cabeza una película que representa muy bien esa tensión entre el periodista y el jefe de prensa. Se trata de Más dura será la caída (Mark Robson, 1956). Humphrey Bogart encarna a un periodista deportivo en horas bajas que acepta convertirse en relaciones públicas de un boxeador artificialmente encumbrado por un gánster. El personaje de Bogart organiza campañas publicitarias, inventa eslóganes, construye una historia falsa para convertir al púgil en una gran celebridad. En realidad, en un monigote al servicio de intereses espúreos. Cuando sus compañeros periodistas le preguntan cómo se puede dedicar a eso, responde; «Sí, esa propaganda la escribí yo… también tengo que comer».