La muerte de una comediante
«De la muerte de Verónica Forqué lamentamos su carácter prematuro, pero, sobre todo, que se quitara la vida»
¿Qué es lo que más debemos lamentar de la muerte de Verónica Forqué? Los filósofos han solido distinguir entre tres males asociados al morir, esos daños cuya evitación justifican en el fondo casi toda empresa humana: el sufrimiento, el mal de la inexistencia y la privación de los bienes maridados al hecho de vivir. Con respecto al primero ya conocen el consuelo epicúreo: una vez muerto ya no se sufre y el sufrimiento antecedente a la muerte denota precisamente que, aun dolientes, estamos vivitos y coleando. A propósito de la inexistencia futura —salvo que uno albergue la esperanza de que nuestra muerte biológica es el pasaporte a la vida eterna— se ha destacado la presunta asimetría entre lo que lamentamos no seguir existiendo cuando pensamos en nuestra propia muerte y lo poco que nos preocupa no haber existido antes de haber nacido. En uno de esos experimentos mentales tan del gusto de algunos filósofos se apunta a que si a Verónica Forqué, como a cualquiera de nosotros, se le hubiera dado la posibilidad de vivir 30 años más, habría preferido morir en 2051 antes que haber nacido en 1925. Somos seres prospectivos, aunque no faltan quienes viven su existencia resentidos por no haber podido echarse unas carreras delante de los grises a caballo.
La verdad es que estas consideraciones filosóficas apenas consuelan llegado el momento; ya saben: uno debe morir joven tan tarde como sea posible. Por eso aunque la muerte sea el gran igualador, la dimensión de la tragedia que comporta el morir no nos parece la misma en cualquier caso y la métrica de esa tragedia no parece lineal: lamentamos más la muerte de un ser humano «en la flor de la vida» que la de un feto aunque este último tuviera mucha más vida por delante.
El suicidio, el único problema filosófico serio según Camus, añade sal a la herida del fallecimiento, especialmente si se trata de una persona joven y no digamos un niño o adolescente. De la muerte de Verónica Forqué lamentamos su carácter prematuro, pero, sobre todo, que se quitara la vida, es decir, que no hubiera valorado la vida como debía —máxime siendo una persona tan comprometida con la nobilísima tarea de hacer felices a los demás— y que ya no disponga de tiempo para recuperar ese aprecio. Frente al resto de especies animales, se dice que solo los seres humanos tenemos un deseo categórico de vivir: no solo vivimos para algo.
Nos apena que a esa celebridad entrañable — en mi personal imaginario, Silvia, la secretaría del Señor Barroso en Sé infiel y no mires con quien— le asolara una enfermedad mental de la que no logró zafarse. Y es que querer morir —la «ideación suicida»— es el síntoma de una patología mental que puede ser refractaria a todo tratamiento y producir un gran sufrimiento.
En un estudio publicado en JAMA Psychiatry en 2016 Kim, De Vries y Peteet revisaron las eutanasias practicadas en los Países Bajos a pacientes diagnosticados con una enfermedad mental entre los años 2011 a 2014. En la mayoría de los casos las depresiones aparecían como la patología psiquiátrica de base, pero también la «tristeza o pena prolongada». En Bélgica el caso de los tres médicos juzgados, y finalmente absueltos, por su participación en 2010 en la administración de la inyección letal a la paciente psiquiátrica Tine Nys (38 años) ha puesto en guardia a la comunidad médica sobre los necesarios límites a la posibilidad de que la patología mental pueda ser una de las causas que legitime la aplicación del auxilio médico al suicidio recientemente regulado en España.
Y es que debemos reparar en la cierta «esquizofrenia» moral que sufre una sociedad que lamenta —como debe— la muerte de Verónica Forqué así como el incremento en el número de suicidios intentados o consumados que cursan con la enfermedad mental, pero al tiempo protocoliza la posibilidad de que por la angustia, la tristeza o el desapego de vivir de los individuos, el poder público les ayude a morir. ¿Acaso no debería imperar en esos supuestos un «deber de esperanza» del Estado a través de su sistema sanitario? No se me malinterprete: no hay esperanza de vivir ya sin dolor y sufrimiento para muchos pacientes, muchas veces incapaces de terminar con su vida de propia mano, pero no parece que fuera ese el caso de nuestra comediante genial. ¿O es que acaso nos hubiera consolado algo saber que Verónica Forqué pudo ser ayudada a morir con una inyección letal administrada en su casa o en la frialdad de una sala hospitalaria terminando así con su penar?
Lo dudo porque, como señaló Simone de Beauvoir a propósito de la muerte de su madre, toda muerte, y más el suicidio (auxiliado o no), es finalmente «violencia indebida».