Navidad: instrucciones de uso
«Yo no rezo y, sin embargo, la Navidad me gusta con todos sus aromas. ¡Feliz Navidad!»
Los hay que dan lecciones históricas: «Todo es una leyenda, ni Jesús nació en Belén, ni un 24 de diciembre». Los hay que pretenden abrirnos los ojos: «La Navidad es la excusa perfecta del mercado para fomentar el consumo». No se puede decir que odien la Navidad, pero sienten la necesidad de advertir a las masas que la cultura cristiana y el capitalismo tardío la han amoldado a sus intereses, como si la Navidad hubiera sido alguna vez cosa distinta. La Navidad es un fruto de la burguesía victoriana, es decir, del encuentro entre el cristianismo y el capitalismo industrial. Esto hace que los piquetes informativos, que llegan para recordarnos lo evidente, se me hagan entrañables e imprescindibles: sin Scrooge, no habría cuento de Navidad.
Pero salvo que se perpetúe en la adolescencia y sus rebeldías veleidosas, uno termina por descubrir que la Navidad se puede defender, incluso disfrutar, desde la secularidad. Porque no creer en Dios no borra las navidades de la infancia, ni permite desligarse de una tradición cultural que nos supera. No soy particularmente familiarista, ni mucho menos faminazi (© Pedro Herrero), pero la familia es el núcleo de la organización social en Occidente, al menos desde el siglo XII. Una institución que se convirtió en núcleo de la cultura burguesa y en la explicación de su veneración de la domesticidad: en el hogar reinaban el altruismo y la afectividad frente a un mundo exterior competitivo y cruel.
Es una aspiración, claro, no se me escapa que hay familias desalmadas de las cuales conviene alejarse. Pero quien tiene la fortuna de compartir mesa en Navidad con aquellos que, como dice Ignacio Peyró, se asomaron a nuestra cuna y se asomarán a nuestra tumba, debe estar agradecido. Sí, a mí tampoco me entusiasma el consumismo, pero la Navidad es el instante dionisiaco de una vida apolínea, el convite de banquetes y regalos con que el burgués rompe excepcionalmente su promesa de prudencia.
Y luego están los recuerdos y los placeres sencillos. Pasear por la ciudad iluminada de la mano de la chica que te gusta, el ruido de fondo de las películas navideñas que nadie ha visto enteras, Bing Crosby, Dean Martin y la potencia evocadora de los primeros acordes de El tamborilero. La Navidad, con su parrilla de programas rancia y alegre y sus presentadores de remplazo. En fin, no sé si es la melancolía o la febril lucidez de la variante ómicron que me recorre el cuerpo, pero siento que la Navidad merece unas instrucciones de uso, especialmente para los laicos. Porque yo no rezo y, sin embargo, la Navidad me gusta con todos sus aromas. ¡Feliz Navidad!