Surfeando el covid a ciegas
«Al usar mascarilla en el exterior, nos perdonamos el haber optado, en silencio, por abandonarnos al virus, en la esperanza de lograr la inmunidad de rebaño»
La incidencia de la sexta ola del covid está desbocada en España. Ya es la mayor de Europa, lo que está causando problemas de todo tipo, desde bajas laborales masivas a una presión asistencial que pronto puede volverse insostenible.
Como en las olas precedentes, da toda la impresión de que tomamos medidas tarde, mal y, a menudo, nunca. Tarde, porque no nos anticipamos, por lo que siempre acabamos con medidas aún más costosas. Mal, porque, en vez de medidas efectivas, optamos por medidas cosméticas (como el uso de mascarillas en exteriores), mal explicadas (seguimos sin saber cuántos enfermos graves están o no vacunados en cada grupo de edad), y a veces indirectas (hemos usado el pasaporte covid para estimular la vacunación pero sin discutir si procedería o no hacerla obligatoria). O incluso nunca, como sucede con los rastreos exhaustivos o los test masivos y baratos.
Ante tanta torpeza, abundan las quejas contra los políticos, olvidando convenientemente que no son más que nuestros siervos electorales e incluso demoscópicos. El covid no es excepción a la regla de que siempre intentan darnos lo que queremos. Lo ha puesto bien de relieve la obligación de usar mascarillas en exteriores. Sin apoyo científico alguno, esta medida estrella de la sexta ola fue adoptada, con la aquiescencia de gobiernos autonómicos de muy diverso signo, porque la veían bien muchos encuestados.
Aventuro que yerran quienes ridiculizan la medida, que, a la vista de su alto grado de seguimiento en nuestras calles, cuenta con gran apoyo en la ciudadanía. No sólo en ciudades envejecidas, como Oviedo, o en el Wild West en que se ha convertido Barcelona tras el procés, sino incluso en la liberal Madrid, cuya Comunidad no quería aplicarla. No sólo cumplimos la regla porque somos respetuosos con la ley aunque discrepemos de su contenido y anticipemos su carácter inconstitucional. Sospecho que el uso de la mascarilla, más allá de su dudosa función preventiva y de pruritos legales, sirve como indulgencia penitencial: nos permite olvidar que, con nuestra inacción y desidia, condenamos a muerte a un número creciente de conciudadanos, a la sazón de unos 76 diarios en la última semana.
Nuestro gran pecado es que en la sexta ola hemos adoptado la estrategia «sueca», dirigida a conseguir la inmunidad de rebaño mediante infección masiva. Lo hemos hecho sin saber siquiera si es viable, pues su eficacia depende de posibles mutaciones y de la incierta duración de la inmunidad adquirida. Pero, sobre todo, lo hemos hecho sin discutirlo, de forma más bien implícita, al ir adoptando medidas suaves e incluso inefectivas y cosméticas, como es la de usar mascarillas en el exterior, a la vez que rechazábamos otras más duras, como los confinamientos, los cierres escolares o las cuarentenas para viajeros; como también lo decidimos al seguir vendiendo los test rápidos a precios monopolísticos, hasta cinco veces por encima del precio competitivo al que se venden en Portugal; o al retrasarnos respecto a nuestros vecinos en la administración de la tercera dosis de la vacuna; lo mismo, en fin, que al marginar toda discusión del tipo de medidas que se contemplan en otros países para incentivar la vacunación, desde hacerla obligatoria a condicionar la gratuidad asistencial u obligar a los no vacunados a adquirir un seguro sanitario que les cubra contra el covid.
Sin embargo, no culpen a la incompetencia de nuestros políticos, que en todo caso vendría dada por el hecho de que apenas la valoramos al ir a votar, o a la supuesta ineficacia de nuestras administraciones públicas, que, en términos relativos, es mucho menor de lo que tiende a pensar quien no ha sufrido las de otros países. Al igual que hicimos en las olas anteriores, esta decisión, quizá aún más transcendental, de entregarnos en manos del virus la hemos tomado a ciegas, sin discutirla.
Esta manera de elegir sin decidir, dejando que los hechos se vuelvan irreversibles, es causa primordial de que no aprendamos a tomar mejores decisiones durante las sucesivas olas de la pandemia. Pero no es una anomalía aislada, sino que constituye una pauta. Como tal, encaja en nuestra proclividad a resolver todo tipo de cuestiones (desde las infraestructuras o la reforma del mercado de trabajo) sin análisis alguno de costes y beneficios, pero con mucho cotilleo sobre quiénes las deciden y cómo afectan a su poder.
No se sorprendan, pues, si dentro de unas semanas, al desbordarse la demanda de los hospitales a la vez que enferma una gran parte del personal sanitario, nuestra opinión pública vuelve a tronar de indignación para rasgarse sus vestiduras. Tampoco le den mayor importancia: sólo estaría perdonándose sus pecados.