THE OBJECTIVE
Beatriz Manjón

Indignación domesticada

«Si toleramos dos estados de alarma inconstitucionales y el tourmalet de la factura de la luz, ¿cómo no va a colar la mascarilla en exteriores?»

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Indignación domesticada

Susana Vera | Reuters

Para orquestar el motín de una cárcel, primero hay que ser consciente de la cárcel. Mientras los holandeses se colocan con porrazos policiales en protesta por las restricciones pandémicas, aquí se vuelve a cumplir con la celdita bucal en la calle como se cumple con la ropa interior roja en Nochevieja; salvo en el paseo marítimo de Marbella, que es el Perpiñán de la península. Si toleramos dos estados de alarma inconstitucionales, el tourmalet de la factura de la luz y la inflación, el pasaporte covid, el cierre del Congreso o el archivo de ocho de cada 10 investigaciones por muertes en residencias en la primera ola, ¿cómo no va a colar la mascarilla en exteriores, que además sirve de braga de abrigo?

No hay prisionero más condenado que aquel que se considera libre, igual que esas perchas que no se pueden separar del perchero. Pobre albedrío es tener que presentar el documento nacional de covidad para salir a cenar, no poder alternar de tres a seis de la madrugada por si el virus nos quiere ligar, o pincharse una vacuna con la periodicidad del bótox para paralizar el miedo. Pero tan insuficiente es esta libertad falsificada como el simulacro de desobediencia que la perpetúa: creer que movilizarse es coger el móvil para protestar.

Decía Pemán que uno de los dispositivos más sabios del orden público eran los buzones para reclamaciones de muchos establecimientos: «Escribir detalladamente una queja y echarla por la ranura de una caja de madera es un modo hábil de dejar de quejarse». Hoy las redes sociales son logrados artefactos de orden público: ofrecen un espejismo de rebeldía virtual que nos mantiene mansos en la vida real; difunden un inconformismo ocasionalista y domesticado, una irritación tranquila, casi burocrática. Como diligentes funcionarios de la indignación, fichamos cada día en Twitter para luego volver obedientes al mundo, porque no hay como reclamar virtualmente para dejar de hacerlo en la realidad. La canción protesta tuitera es un poco como la excursión al monte del depredador de You: un galleo en forma de caza, peleas y kingkongescos golpes de pecho para regresar pacificado a casa y conformarse con hacer magdalenas.

«¿Qué sería de los niños sin la desobediencia?», se preguntaba Cocteau. ¿Qué será de nosotros sin ella? Hubo un tiempo en que, en el margen de las órdenes reales, se anotaba: «se acata, pero no se cumple». Hoy los decretos se atacan, pero se cumplen. La indignación carbonatada de las redes, salvo contadas excepciones, funciona como una suerte de bromuro para la acción, el ideal de un Gobierno que siempre preferirá lidiar con un incómodo trending topic antes que con una manifestación: a un hashtag no hay que sacarle la tanqueta.

«Escuchas, esperas, confías, aquí, allá, en el tren, en el café, en la calle, en el salón, en la portería, escuchas, esperas que la mala leche se organice, […] pero se limita a agitarse, nunca ocurre nada», se desesperaba el Bardamú de Céline. Aquí, entre tanto minuto de odio y de fama, tanto sesudo reto tiktokero y tanta sélfilis, si hay que organizarse se prefiere una orgía.

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