Irene de Beauvoir
«Ya anticipo yo a las lectoras que, salvo si son profundamente infelices, no van a hallarse a sí mismas en los escritos de Beauvoir»
El marxismo es fácil de predicar y difícil de practicar. Basta indagar un poco en la vida de sus principales baluartes políticos y filosóficos para constatar que, tanto antaño como ahora, acaban orillando su doctrina en lo patrimonial y, demasiado a menudo, experimentando la infelicidad en lo sentimental.
Lo primero es tan habitual que casi se ha convertido en la regla del oro del comunismo: «Haz lo que digo pero no lo que hago». Instigar el odio contra el capital y los propietarios mientras se amasan auténticas fortunas es un clásico de los de la hoz y el martillo, cuya obsesión por la consecución de la igualdad material siempre se salda con la creación de millones de pobres. Nada nuevo bajo el sol, porque cuando dinamitas la propiedad privada, acabas gestionando miseria.
Pero si esta consecuencia de la filosofía marxista es sobradamente conocida, aquella que profundiza en la parte más emotiva y sensible del ser humano no lo es tanto. El comunismo predicaba desterrar el amor burgués, pues en él subyacía un sentimiento de propiedad necesario de erradicar: la monogamia cosifica a las personas, engendra celos y aboca a la violencia. La revolución social no sólo debía cambiar la relación de los humanos con las cosas, sino también con las personas. Nada de matrimonio y, por supuesto, nada de familia.
A quienes quieran indagar sobre este particular les recomiendo la lectura de la carta escrita en 1921 por Aleksandra Kolontái a la Juventud Obrera, publicada bajo el título: El amor en la sociedad comunista. La autora, que compartía su origen aristocrático con buena parte de las élites del partido comunista, fue elegida para el Comisariado del Pueblo para la Asistencia Pública y desde el Zhenotdel -que vendría a ser el equivalente soviético a nuestro actual ministerio de igualdad- sentó las bases de la que llamaron «la Mujer Nueva Comunista». Esta debía deshacerse de los vínculos familiares que la convertían en una esclava impersonal del matrimonio y pasar a servir a la misión social de la clase obrera «disfrutando de todos los derechos de la colectividad de clase». A la postre, a las mujeres soviéticas se les ofrecía intercambiar una servidumbre por otra.
Pero no quiero desviarme del que es el objeto de esta columna. El pasado domingo 9 de enero la ministra de Igualdad conmemoraba en Twitter el nacimiento de la escritora y filósofa francesa Simone de Beauvoir. En su tweet, Irene Montero señalaba que la autora gala había escrito multitud de textos literarios, como ‘La Mujer Rota’, «lugares donde hallarnos a nosotras mismas, en la lucha y en la vida».
Como se pueden imaginar ustedes, el tenor del tuit deja claro que la recomendación ministerial no atiende tanto a la calidad literaria de las obras de Beauvoir sino a su sustrato ideológico, profundamente arraigado en el marxismo. En cualquier caso, ya anticipo yo a las lectoras de esta columna que, salvo si son profundamente infelices,no van a hallarse a sí mismas en los escritos de Simone. La francesa fue una mujer desgraciada en el plano amoroso por practicar ese modelo de amor antiburgués que predica el marxismo, contrario a la monogamia y a la familia.
Su relación polígama con el también filósofo francés Jean Paul Sartre, un mujeriego drogadicto y alcohólico con el que jamás contrajo matrimonio y que se dirigía a ella tratándola de usted, la hizo enormemente desdichada. Ella quiso, a su manera, representar a la antes mencionada Mujer Nueva manteniendo relaciones con hombres y mujeres -con Sartre hasta llegó a compartir alguna fémina-. Incluso se involucraron con algunos de sus alumnos de instituto, menores de edad.
Simone aparentaba ser feliz en su condición de «favorita» del gineceo particular de Jean Paul, que la obligaba a conformarse con ser su amor «necesario», mientras que el que él profesaba hacia el resto de muchachas era contingente. Pero a una de ellas, llamada Arlette, la instituyó heredera universal de todos sus derechos literarios, para sorpresa y profundo disgusto de Beauvoir. Al final, Sartre impuso a Simone renunciar tanto al amor burgués como a la propiedad burguesa, aunque a decir verdad jamás abandonaron esa clase social.
Que la ministra se halle a ella misma en los textos de Beauvoir, que a menudo son un reflejo de sus amargadas experiencias vitales en el plano amoroso, es algo que dejo para los compañeros de la prensa rosa. Lo que a mí particularmente me preocupa es que considere que en esas obras debemos vernos identificadas el resto de féminas como colectividad.
Me indigna que una señora que enarbola la igualdad como bandera inocule la aberrante idea de que el hecho de nacer mujeres nos convierte automáticamente en desdichadas. Que nuestro género lleva aparejado desgracia e infelicidad. Quizá sea cierto en otras latitudes, Sra. ministra, pero no por una cuestión biológica sino cultural sobre la que usted prefiere no debatir porque, según su parecer, el velo evita la cosificación femenina en la misma medida que el matrimonio y, por lo tanto, conviene promoverlo.
En este occidente burgués y capitalista del que usted y los miembros de su partido tanto abominan, las mujeres nacemos libres. Ni siervas ni víctimas. Ni requerimos de la tutela patriarcal, ni mucho menos de la Estatal que usted promueve.