Djokovic y el despertar libertario
«Un verdadero libertario habría apoyado en su momento la ley del divorcio, la ley de matrimonio homosexual y haría lo mismo con la futura ley trans»
La relación de la derecha radical con las élites es curiosa: dicen despreciarlas, pero hacen lo posible por bajarles los impuestos. Sospecho que buscan en ellas un antagonista diabólico para posar como aliados del pueblo, pero en realidad es una enemistad fingida: el único órgano vulnerable de las grandes empresas es su hoja de beneficios, y eso ni Trump, ni Vox, ni Le Pen están dispuestos a tocarlo. Su contienda con las élites es simbólica, cultural, si quieren. Tiene que ver con hondear la bandera libertaria frente al despotismo progresista, que habría encontrado en la pandemia el pretexto perfecto para atentar contra sus derechos individuales.
Pero los libertarios del mundo están un poco despistados, quizá porque su propia doctrina incurre en paradojas insalvables. Por ejemplo, se muestran indignados con la existencia del pasaporte Covid para entrar en determinados lugares, y si su indignación fuera con el Estado que lo impone la incoherencia no sería tal. Pero resulta que la ira del libertario se dirige también contra el negocio que lo aplica a conciencia. ¡Qué cosas! Los libertarios, que consideran tan sagrada la propiedad como la libertad, indignados por que el propietario de un restaurante pueda decidir qué criterio de admisión emplea.
Supongo que estarán tan hartos como yo del culebrón de Novak Djokovic, hoy convertido en mártir de la libertad. Los libertarios están indignados porque Australia, un país soberano, haya retirado el visado al tenista serbio por no cumplir los requisitos de vacunación y se han atrevido incluso a hablar de dictadura sanitaria. Si consideran que un Estado no tiene potestad para decidir quién cruza sus fronteras, deberían decirlo; manifestarse a favor de una política de fronteras abiertas sería lo más coherente: ¡¿quién es el Estado para decirme a quién es ilegal contratar?!
En España este discurso lo han adoptado Vox y sus altavoces mediáticos, exhibiendo una esquizofrenia similar a la del Partido Republicano, que vive de puntillas entre el tradicionalismo rancio y el libertarismo despiadado. Sospecho que los que hoy se dicen libertarios no habrían aplaudido la sentencia de la Corte Suprema de Estados Unidos (Loving vs. Virginia, 1967) que legalizó el matrimonio interracial. Del mismo modo, un verdadero libertario habría apoyado en su momento la ley del divorcio, la ley de matrimonio homosexual y haría lo mismo con la futura ley trans.
El libertario, como ven, es un animal extraño. La pesadez del wokismo y las restricciones pandémicas le han dado oxígeno (también las chapuzas legales del Gobierno) y le han permitido adaptarse nuestro Zeitgeist jugando a ser víctimas. Pero no caigamos en la trampa de creer que quien defiende la potestad de contagiar al vecino está velando por su libertad.