La costilla de Adán
«Es rarísimo que la película de George Cukor pase universalmente por un alegato feminista. Lo que quizá nos sirva también como indicador de lo mal que leemos los signos de la realidad y las señales del arte»
Para que mis hijos puedan escapar de la humillante esclavitud de ser hijos de este tiempo, entre otras estrategias, vemos juntos películas en blanco y negro. Les encanta, pero me temo que escapar, no escapamos. Jorge Luis Borges contaba que de adolescente padeció la vanidad de querer ser un poeta de su tiempo. Más tarde comprendió que no hacía falta perpetrar ningún vanguardismo para eso, porque todos lo somos —del tiempo en que vivimos— sin remedio. Eso nos pasa a nosotros.
Vimos La costilla de Adán (George Cukor, 1949) y, enseguida, estábamos inmersos en los problemas más candentes de nuestra rabiosa actualidad. Queríamos ver una agradable comedia de añeja situación matrimonial. Sí, sí.
La primera cuestión que plantea la película clásica es lo mismo que la ley de Violencia de Género. ¿Hay que tratar igual la violencia con independencia del sexo de quien la comete? Y Cukor lo plantea con cuquería, jugando con el público como si fuese el jurado de la película. La mujer engañada que ha disparado (acertando, por cierto) sobre su marido infiel despierta en nosotros las mismas simpatías que produce en la aguerrida Katherine Hepburn. El sentimentalismo nos tiene del todo contra Spencer Tracy, tan fondón y formal, hasta el inesperado giro final. Tan sorpresivo como los dos últimos versos de La fierecilla domada de Shakespeare, que desactivan todo el presunto machismo de la comedia. ¿Los recuerdan? «Pues muy bien, adelante, has domado una fiera», dice embobado un personaje secundario simplón. Otro más avispado le corrije: «Perdonad, el milagro es que ella consintiera». Cukor hace lo mismo con su película, sólo que en sentido contrario. Retuerce sin piedad el cuello de la demagogia político-jurídica. Tracy, que no ha conseguido demostrar ante el jurado que la ley tiene que ser necesariamente igual para todos, alcanza la victoria moral de demostrárselo nada más y nada menos que a su mujer.
No para ahí la cosa. A ese mismo retorcimiento del cuello demagógico, la película le da otra vuelta de tuerca. Como quien no quiere la cosa, nos dice —sin decirlo apenas— que la sentencia firme del tribunal, con todas las sanciones del derecho positivo, es manifiestamente injusta. Y así lo ven todos los personajes (y el público) en cuanto que Spencer Tracy le pega un bocado definitivo a su pistola de chocolate, como recordarán ustedes o pueden darse el gusto de recordar viéndola de nuevo.
Repasemos. Uso alternativo del Derecho: destrozado por la película. Discriminación positiva por razón de sexo: destrozada por la película. Positivismo jurídico: destrozado por la película. Como supuesto de estudio jurídico, político y social tiene más actualidad que Vencedores o vencidos (Stanley Kramer, 1961), porque el nazismo es un malvado sin resquicios ni matices, mientras que las situaciones de La costilla de Adán están al cabo de la calle y a la vuelta de la esquina.
Y todavía el final guarda una oculta lectura distópica. Lo que termina salvando el amor del matrimonio de abogados es la pequeña propiedad que tienen en el campo, ese proyecto común, algo burgués, cuya hipoteca han levantado con un enorme esfuerzo. Un esfuerzo que los amigos más atronadoramente modernos no han dejado de ridiculizar. Para más provocación conservadora, la reconciliación se produce en el despacho del contable o asesor fiscal. Cuando los políticos visionarios de hoy nos ofrecen un mundo sin patrimonio y nos hablan maravillas del coliving, nos están privando de la propiedad privada, ese anclaje material que ampara las relaciones familiares y que robustece el romanticismo o lo revive. El alquiler que nos quieren vender [sic] es la traducción patrimonial de una sociedad líquida para seres gaseosos.
Es rarísimo que la película de George Cukor pase universalmente por un alegato feminista. Lo que quizá nos sirva también como indicador de lo mal que leemos los signos de la realidad y las señales del arte. Nos abandonamos a la inercia de las opiniones prefabricadas.
De la película con los niños que pretendía ser una evasión del tiempo presente, hemos vuelto a la actualidad con todas sus aristas. No nos queda más remedio que dar la cara, porque ya se ve que escapar no sólo es menos gallardo, sino también, en última instancia, imposible. Somos, como Borges, como todos, irremediablemente contemporáneos. En el fondo, sólo hay una forma de librarse de la degradante esclavitud de ser hijos de nuestro tiempo: alumbrar un tiempo nuevo.