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Argemino Barro

¿No a la guerra? Rusia ya ha invadido Ucrania

«Su demostración de fuerza, en realidad, es una demostración de debilidad. Y no nos olvidemos: la guerra comenzó hace ochos años»

Opinión
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¿No a la guerra? Rusia ya ha invadido Ucrania

El presidente ruso, Vladimir Putin. | Reuters

Tengo buenas noticias: Rusia no invadirá Ucrania. Más que nada, porque ya lo ha hecho. Sucedió hace casi ocho años, y, desde entonces, según la contabilidad de Naciones Unidas, la invasión ha dejado más de 13.000 muertos, incluyendo los 298 tripulantes que viajaban a bordo del avión de Malaysia Airlines derribado por un sistema de misiles tierra-aire Buk procedente de Kursk, en Rusia.

La memoria es corta. Antes de ponernos en enero de 2022, viajemos un minuto a la primavera de 2014. Al comienzo de una guerra que hoy, quizás por unos días, o puede que unas semanas, o incluso un par de meses, nos tiene en vilo.

Crimea se ocupó de manera relativamente rápida y concisa, como un golpe de katana. Tropas rusas sin insignias tomaron los principales órganos de gobierno de la península, incluido el parlamento regional. A puerta cerrada y a punta de pistola, los diputados destituyeron al primer ministro, Anatolii Mohyliov, y nombraron a uno nuevo, Sergei Aksyonov, cuyo partido separatista prorruso había ganado un 4% de los votos en las elecciones parlamentarias de 2010.

En pocas horas se construyeron barricadas, se erigieron banderas rusas y se suspendió la emisión de los canales ucranianos. Según Vladímir Putin, se trataba de «milicias locales» respondiendo a la caída del Gobierno de Kyiv tras meses de protestas y enfrentamientos. Estos vecinos, que habían sacado de sus trasteros metralletas PKP Pecheneg, uniformes de combate Gorka-3 y chalecos tácticos Smersh, como los que usan las fuerzas especiales rusas, demostraron ser increíblemente profesionales: cortaron las rutas con Ucrania y cercaron las bases militares de la península.

Poco después, Rusia desplegó tropas oficiales con la excusa de estabilizar la situación, celebró a toda prisa un referéndum sin garantías y se metió Crimea en el bolsillo. Fue una operación sencilla. Pero seguía siendo una invasión. 

Aún así, Crimea no era suficiente. Si se quería debilitar a Ucrania, había que encender un polvorín en sus carnes, en su territorio continental. Mes y medio después, otros enmascarados asaltaron varios edificios de gobierno en Donétsk y Luhánsk, que forman el Donbás, y en Járkiv. Los atacantes de Járkiv fueron desalojados. Los de Donétsk y Luhánsk todavía siguen allí. Los que sobreviven.

Esta vez el teatro fue un poco más discreto. Al principio, los enmascarados parecían llevar puesto lo primero que habían encontrado por casa: había uno que llevaba un cubreteteras en la cabeza. Blandían palos, bates de béisbol y pedazos de tubería. Era, a primera vista, el pueblo en armas. Los uniformes profesionales no aparecieron hasta después, cuando las tropas ucranianas, hacia el verano, lograron recuperar Slovyansk y Mariúpol, provocando la aparición de fuerzas rusas cerca de Novoazovsk.

El Donbás no era Crimea. Se trataba de una región más grande y con simpatías mixtas. De mayoría rusófona, sí, pero rusófono no equivale a prorruso. Las filas prorrusas tenían abundancia de jubilados, exmineros y otros gremios obreros que se sentían abandonados por Kyiv y que habían visto tiempos mejores. En el lado proeuropeo figuraban, a grandes rasgos, una mayoría de profesionales y estudiantes.

A Rusia no le interesaba anexionarse estas provincias, sino matarlas y luego insuflarles un tibio aliento de vida, suficiente para que se mantuvieran en pie, como pequeñas repúblicas zombi. Otras dos repúblicas zombi más para la colección que se hace Moscú desde 1991. Transnistria, Abjasia y Osetia del Sur (y Nagorno-Karabaj, en el caso armenio) son los otros títeres atravesados en las costuras postsoviéticas, congelados en el tiempo.

La ventaja de estas repúblicas zombi, desde el punto de vista de Rusia, es que están en el territorio de otros países, que por tanto se ven económicamente disminuidos y en una constante tensión: o bien en guerra, o bien en amenaza de guerra. Tal es el caso de Moldavia y Georgia. Y tal es el caso, desde 2014, de Ucrania. 

Un país en esta situación, con un conflicto latente, es poco apetecible para la OTAN o la Unión Europea. Es casi un estado paria. Punto para Rusia. Además, estas repúblicas zombi siempre son una baza a tener a mano para meterse en los asuntos ajenos, o incluso para justificar un ataque. Punto para Rusia.

De acuerdo. Entiendo que Rusia fue un imperio durante más de 300 años, aunque se hubiera llamado, los últimos 74, Unión Soviética. Ya sé que todos los exmiembros del Pacto de Varsovia son hoy o parte de la OTAN o parte de la Unión Europea, o de ambas. Y que eso duele a Rusia, porque Centroeuropa es llana y los núcleos poblacionales rusos están en sus regiones occidentales. Es decir, están expuestos. Y eso genera ansiedad en el Kremlin. El famoso síndrome de la «fortaleza asediada»: siempre mirando de reojo a los traicioneros occidentales. Lo cierto es que, entre 1812 y 1945, Rusia ha entrado en guerra en Europa, de media, una vez cada 33 años.

Pero los imperios, si son imperios, es porque tienen una variada serie de herramientas para crecer y mantenerse. No solo un ejército poderoso, sino inversiones, leyes, infraestructuras, perspectivas. Rusia tenía eso, como demostró en su vertiginosa expansión hasta abarcar una sexta parte de la tierra emergida. 

Hoy, sin embargo, con una economía modesta, poco productiva y demasiado dependiente de los hidrocarburos; una severa recesión demográfica; un poder militar reducido a los caros movimientos terrestres; un arsenal nuclear que, por mucho que sea el más numeroso del mundo, en la práctica poco cuenta; y un modelo político vertical y autoritario donde se asfixia a quienes no sean de la camarilla, ¿qué le queda a Rusia? Gas y soldados. No es poca cosa. Pero no son las herramientas que lucen China y Estados Unidos, o que lucía la Unión Soviética.

La prueba está a la vista de todos. A diferencia del Pacto de Varsovia, que solo actuó dos veces, las dos para reprimir a la población civil de dos de sus estados miembros, Hungría y Checoslovaquia, la OTAN o la Unión Europea son organizaciones democráticas: ninguna de las dos se anexiona países a las bravas. Son los potenciales miembros, sus gobiernos soberanos, quienes llaman a la puerta. Polonia, Lituania, Bulgaria o Rumanía podrían haber dicho nyet a Bruselas y Washington, y haberse quedado en la órbita rusa. No fue el caso. La que sí dijo nyet a la OTAN fue Finlandia. De momento, ningún vecino le ha desplegado 100.000 soldados en la frontera. 

Llegamos así al invierno de 2022. Aunque sea una temeridad pretender leerle la mente al astuto presidente de Rusia, es posible que Putin perciba que se le cierra la ventana de oportunidad y que Ucrania, ese país que él considera no solo parte de Rusia, sino la cuna de su civilización, se está escorando demasiado hacia el Oeste y que Moscú quizás no pueda obligarla durante mucho más tiempo a ser neutral.

Dada la notable dependencia gasística de Alemania, Austria o Italia con Rusia, potencialmente reforzada por el gasoducto Nord Stream 2, y las turbulencias políticas que tienen de capa caída a Joe Biden en EEUU, Putin habría decidido que este era el momento: la hora de usar su único activo, los tanques, para hacerle prometer a la OTAN, por escrito, que jamás invitará a Ucrania a ser parte de la Alianza.

Su demostración de fuerza, en realidad, es una demostración de debilidad. Y no nos olvidemos: la guerra comenzó hace ochos años. La guerra sigue. Ucrania dice que Rusia tiene despachados, en estos momentos, 3.000 efectivos en el Donbás, además de 35.000 insurgentes. Las muertes siguen goteando. Van más de 13.000. 

La situación ya es grave. El problema es que tiene mucho margen para empeorar.

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