Vida pública, vida privada, vida secreta
«El activismo de izquierdas no es realmente política, sino catequesis»
En un reciente artículo en Letras Libres, el ensayista David Rieff afirma que «en Estados Unidos y en los demás países que conforman la anglosfera persiste desde hace tiempo el tropismo que rechaza la separación entre la vida pública y la privada. El viejo eslogan feminista ‘lo personal es político’ ejerció tanta influencia en parte porque muchos estadounidenses, la mayoría de los cuales se habría calificado de antifeministas en la época, ya lo creían». Es la moralización pública de la vida privada. Se escrutan las vidas privadas de personajes públicos (y, en cierto modo, todos somos cada vez más personajes públicos, aunque sea en comunidades pequeñas) exigiendo uniformidad. Es decir, se busca que no haya discrepancias entre lo privado y lo público. ¡Vivimos en una sociedad! Subamos las persianas y despleguemos las cortinas. Lo contrario es de hipócritas.
Por eso cuando surgieron por primera vez casos como el del espionaje de Snowden, o cada vez que se reabre el debate del «capitalismo de vigilancia», una respuesta común es «no tengo nada que ocultar». Y quizá es cierto. ¿Qué va a hacer la CIA o Huawei con mi historial de búsqueda de alfombras del Zara home? Pero la privacidad no es un valor finalista; la privacidad se defiende sin importar lo que haga uno con ella, igual que la libertad de expresión (sí, sí, con límites, claro).
En su célebre Vicios ordinarios, la filósofa Judith Shklar dice que «el arte de desenmascarar a nuestros adversarios siempre fue el arma favorita en las guerras de religión». Y las cancelaciones, el deseo woke de pureza, lo que el lingüista John McWhorter llama el «antirracismo de tercera ola», tienen muchos rasgos religiosos. McWhorter cree que el activismo de izquierdas se basa en la idea de que «el trabajo político debe ir precedido de un cambio masivo mental del país. Es una idea muy frágil, desgraciadamente, y revela que no es realmente política sino catequesis». Y las mentes no solo se cambian en el ágora, sino también en el espacio privado; o especialmente en él.
Estos rasgos religiosos son los que explican por qué, como mencionaba Rieff al principio, los estadounidenses adoptaron tan rápidamente el credo feminista ‘lo personal es político’: son muchos años de una visión religiosa de la política en la que las fronteras de lo público y lo privado se difuminan, en las que si no publicitas tu virtud los demás sospecharán de ella.
Como ha escrito Mark Lilla, «otros países afirman reverenciar la democracia, y muchos lo hacen. Pero pocos piensan en la democracia como un proyecto moral interminable, una época de escala histórica mundial. Y ninguno ha considerado que su deber divino sea llevar la democracia a los no bautizados. El sello protestante de la mente estadounidense es tan profundo que colectivamente tomamos la divisa de la Iglesia Peregrina en marcha hacia una redención donde todas las cosas serán creadas de nuevo. Durante gran parte de nuestra historia la tarea sagrada e individual de convertirse en un cristiano más cristiano circuló en paralelo con la tarea colectiva de convertirse en una democracia más democrática».
Todo intento de moralizar la vida privada, es decir, de moralizar públicamente la vida privada, es un intento de convertir todo en política, y de convertir la política en religión.