Lo rancio es la pereza del pensamiento
«Desde la izquierda es habitual encontrarse con el uso del prefijo neo, sin ninguna intención descriptiva, como un elemento compositivo que subraya la perversidad del adversario»
Quien no debe ser nombrada publicó hace poco menos de un año y medio unas memorias familiares y, pronto, muchos lectores reconocieron en aquellas páginas una especie de experiencia generacional compartida. Desde hace meses, cada artículo o entrevista se convierte en la oportunidad para atacarla, zarandearla o ironizar sin tan siquiera nombrarla. Es una prueba de que, en demasiadas ocasiones, el éxito se debe más a un activo grupo hostil que al aplauso de los seguidores. Nunca he logrado entender semejante inquina hacia Ana Iris Simón. Leí Feria y me pareció una maravillosa evocación de su particular mundo de ayer. Nada más. O, mejor dicho, nada menos. Esta semana ha salido un ensayo colectivo que se ha pensado como un ataque hacia la mayoría de los postulados de Simón y su compañía rojiparda. La mayor crítica que le hacen es que piensa la realidad desde su experiencia personal. Ana Iris Simón debe ser la única persona en el universo que ha hecho semejantes ejercicios y que, a tenor de la portada, le emparentan con el yugo y las flechas falangistas.
Las palabras tribales son fáciles de identificar, especialmente si son las del lado contrario. Se trata de aquellos conceptos que engendran comunidades morales cerradas. Este tipo de nociones terminan por significar lo que uno quiera en cada momento. Buscan la influencia social y activan la confrontación política. Si para la cultura política de izquierdas el epítome tribal sería la igualdad, para la derecha sería la libertad. Leyendo el título del libro contra Simón, Neorrancios. Sobre los peligros de la nostalgia, me he dado cuenta de que también existen prefijos tribales que ya hubiera querido para sí Humpty Dumpty. Porque desde el lado izquierdo del cuadrilátero es habitual encontrarse con el uso del prefijo neo, sin ninguna intención descriptiva, como un elemento compositivo que subraya, consciente o inconscientemente, la perversidad del adversario.
En España, la costumbre viene de lejos. Ahí tenemos la utilización que se hizo del prefijo en el peyorativo neocatólicos, que se adjudicó a un grupo de tradicionalistas y reaccionarios en la segunda parte del siglo XIX. Y la inercia despectiva del prefijo se quedó. Piensen, por ejemplo, en todas las palabras políticas que contienen el uso común de ese neo, pero también de las que no. Escuchamos cotidianamente hablar de neoliberalismo o neoconservadurismo con ese matiz entre censor y acusador. El manejo de este prefijo se convierte en un extraño artefacto supersticioso contra el enemigo. Como si el mal tuviera que transformarse constantemente para seguir haciéndose presente como amenaza. Pero, en realidad, se trata de una práctica de neopensamiento – permítanme la chanza- bastante perezosa.
Rafael Sánchez Ferlosio escribió en uno de sus pecios que tener ideología era no tener ideas. Continuaba señalando que «éstas no son como las cerezas, sino que vienen sueltas, hasta el punto de que una misma persona puede juntar varias que se hallan en conflicto unas con otras. Las ideologías son, en cambio, como paquetes de ideas preestablecidos, conjuntos de tics fisionómicamente coherentes, como rasgos clasificatorios que se copertenecen en una taxonomía o tipología personal socialmente congelada». Este uso constante de las palabras tribales (y sus prefijos) nos encamina hacia dinámicas de pensamiento apoderado donde solamente buscamos comprar paquetes preestablecidos, no necesariamente coherentes, para continuar con las batallitas del momento sabiéndonos dentro de una comunidad que nos aporta calor moral. Y eso sí que me parece bastante rancio.