Lagarde anuncia el final de la barra libre
«Seguimos teniendo unas finanzas públicas insostenibles, con el déficit público estructural más alto de la UEM, y al menos parte del Gobierno empeñado en políticas irresponsables»
Este Gobierno que prometía regeneración democrática nos ha acostumbrado a ruedas de prensa sin preguntas y comparecencias sin noticias. Afortunadamente aún nos queda Europa. Los bancos centrales suelen ser territorio de aburridos tecnócratas que yerran cuando se les entiende. Pero Lagarde es otra cosa. Sus silencios son tremendamente expresivos y sus ruedas de prensa plenas de información. En la última, ha anunciado el final de la era de dinero gratis, de los tipos de interés negativos, y del BCE como comprador de última instancia de bonos públicos, y por lo tanto de los déficit ilimitados.
No esperen ustedes una declaración formal, un «aló presidente» a lo Sánchez con la pandemia. Con la sobriedad y empaque de la reina Isabel, aunque el Reino Unido nos haya abandonado, Lagarde se limitó a no desmentir rotundamente que los tipos de interés pudieran subir este año para que todos los mercados financieros entendieran que hasta aquí hemos llegado. El euríbor a un año aumentó 20 puntos básicos, la rentabilidad del bono español más de 40. Y esto no ha hecho mas que empezar.
Ya era difícil de justificar que con la Eurozona creciendo en torno al 5%, la tasa de paro en mínimos históricos y el déficit público en un espectacular 7,1%, los tipos de interés permanecieran en negativo. Naturalmente la razón era la pandemia; la emergencia sanitaria, humana y económica justificaba políticas económicas extraordinarias. El covid-19, y la creencia en que el rebrote inflacionista era transitorio. Con altísimos porcentajes de población vacunada, y con significativos avances en el diagnóstico y tratamiento, salvo errores groseros por políticas absurdas, negacionistas o populistas, los sistemas sanitarios europeos parecen ya en condiciones de gestionar las potenciales nuevas olas de este maldito virus. Nuevos confinamientos y restricciones de actividad económica y social no parecen ya necesarios, ni políticamente posibles. Con ello, la política económica vuelve a la normalidad. Y la política monetaria a centrarse en su objetivo primario de estabilidad de precios, aunque muchos se empeñen en querer usarla para otros fines, básicamente para ofrecer bienes públicos y financiar a los gobiernos.
La tasa de inflación en enero en la Eurozona fue del 5,1%. La mayoría de analistas esperan que se sitúe por encima del 3% prácticamente durante todo el año 2022. Demasiado tiempo ya lejos del objetivo del 2%. Solo los irreductibles, o los políticamente interesados, confían ya en que los sospechosos habituales -desajustes en las cadenas globales de suministro, precios de la energía, consumo reprimido y bolsas de ahorro privado en máximos- remitan pronto. Confiar en ello sería una apuesta insensata, porque los riesgos están claramente sesgados al alza. Tras muchos años de ausencia de inflación, las expectativas están firmemente ancladas en al pasado. Pero son muy volátiles y pueden cambiar con la venganza del amante despechado. Sobre todo cuando consideramos las consecuencias claramente inflacionistas de determinadas preferencias políticas del momento europeo: descarbonización, autonomía estratégica, insistencia casi obsesiva en variables relativas, la desigualdad, y no absolutas, la pobreza.
Entramos en un nuevo ciclo económico y político en Europa y en España. Aunque muchos todavía no se hayan enterado y tengan la mirada únicamente en Castilla y León. La inflación supone pérdida de capacidad adquisitiva y genera frustración y malestar social que solo pueden alimentar la división social y el sectarismo de la política española. Las medidas necesarias para ponerle límite tienen un coste en términos de crecimiento y empleo. Un coste que será mucho mayor si la inacción alimenta una espiral inflacionista. Como sabe cualquier alumno de primero de Economía. Evitar esa espiral es la razón de ser del BCE, su responsabilidad primera. Pero no es su exclusiva responsabilidad, es mucho lo que el Gobierno español puede hacer.
La larga década sin inflación ha desvirtuado la naturaleza de los bancos centrales y ha llevado a muchos políticos y economistas a pensar en utilizar su poder para otros fines ajenos a su origen. El síndrome del único jugador, en traducción libre del título del ya clásico libro de Mohamed El-Erian, es especialmente intenso en Europa. Porque el BCE es prácticamente la única institución auténticamente federal y la única herramienta europea de política económica. Más aún, porque las reglas fiscales solo tiene un valor simbólico y nunca han sido una restricción vinculante. Es pues comprensible, aunque no deje de ser un error, que la política europea tenga la recurrente tentación de utilizar el BCE para fines distintos de aquellos para los que fue diseñado. Esto es obvio en la lucha contra el cambio climático, donde son legión los que piden al BCE un activismo impropio que le singulariza en el mundo de los bancos centrales.
Esa peligrosa deriva a instrumentalizar el banco central es cada vez mas evidente y se traduce en frecuentes llamadas públicas al BCE a evitar poner en dificultades a la financiación de gobiernos y déficit públicos. La ministra española de economía parece últimamente caer en esa tentación. Es lo que los economistas llamamos ahora dominancia fiscal, un bonito eufemismo para suavizar lo que es directamente monetización del déficit y financiación de gobiernos. Es verdad que al estar la unión monetaria europea incompleta y no disponer de un seguro de depósitos europeo ni de un fondo de estabilización automático, la Unión corre otra vez el riesgo de fragmentación financiera. El aumento del tristemente famoso diferencial con el bono alemán así nos lo ha recordado. Pero la solución no puede ser que el BCE renuncie a combatir la inflación y se preocupe por la financiación de los déficit públicos. Para ese viaje no hacían falta estas alforjas europeas. Eso ya lo sabíamos hacer solos perfectamente los españoles. Con resultados tan deprimentes que no nos costó nada renunciar a la soberanía monetaria.
Mejor haríamos en aplicarnos, reconocer que el ciclo monetario ha cambiado y que toca cambiar consecuentemente el ciclo fiscal. Sin el BCE garantizando la financiación del déficit, su reducción no puede esperar. Seguimos teniendo unas finanzas públicas insostenibles, con el déficit público estructural mas alto de la UEM, cercano al 5% del PIB, y al menos parte del Gobierno empeñado en políticas irresponsables de aumentos del gasto recurrente. Ya no se trata solo, como demandábamos hace muchos meses, que España necesite un plan sistemático y bien construido de consolidación fiscal a medio plazo. Es que lo necesitamos con urgencia, en el poco tiempo que queda hasta que los mercados financieros nos lo exijan con vehemencia. Pero el Gobierno sigue en modo «Bienvenido Mr. Marshall», imaginando planes para rentabilizar políticamente los fondos europeos, ajeno al final de la barra libre. Me temo que gran parte de la sociedad civil y el mundo empresarial también está en esa bella ilusión. A despertarles antes de que el sueño se convierta en pesadilla, pretendo dedicar las próximas columnas.