El voto no es secreto
«Ya no son la igualdad y la libertad las que dan sentido a nuestra participación política, sino la transparencia»
En los periodos revolucionarios francés y norteamericano, el ejercicio del derecho de sufragio era un acto colectivo: particularmente, en el país vecino el voto se expresaba públicamente en pequeñas asambleas -colegios electorales- que permitían articular la voluntad del pueblo mediante la agregación de distintos niveles institucionales. En Estados Unidos aún es una práctica presente en los famosos caucus de las primarias. Como mostraron Pierre Rosanvallon y Judith Shklar, el sufragio con publicidad era la consecuencia del advenimiento de la sociedad de los iguales: la ciudadanía abría un nuevo campo de imaginación de los hombres y permitía el reagrupamiento colectivo de la nación política emergente.
Un siglo después, la democracia se identificaba más con la libertad que con la igualdad. A finales del siglo XIX votar era, y aún hoy sigue siendo, acudir individualmente a un lugar determinado, introducir secretamente en un sobre la papeleta elegida y después depositar el sufragio en una urna. La operación dura unos minutos y el rito es solitario y silencioso. Por eso el art. 68 de la Constitución española define el voto como universal, libre, igual, directo y secreto. La Ley Orgánica del Régimen Electoral no llega a definir el sufragio como secreto, aunque recuerda que nadie puede ser obligado bajo ningún pretexto a votar en determinado sentido o a declarar por quién se ha inclinado en unas elecciones: está en juego no solo el derecho fundamental a la participación política, sino la libertad ideológica y de conciencia del art. 16 de la Constitución.
La cabina electoral, artefacto que encarna físicamente el culto al voto secreto y anónimo, se generalizó en todo el mundo en la segunda década del siglo XX. Ignoro cuándo se introdujo en España. En cualquier caso, su descripción y funciones están actualmente previstos de forma precisa en el Real Decreto 605/1999, que regula accesoriamente los procesos electorales. Más allá de precisiones jurídicas, la cabina electoral puede que tenga en el futuro el mismo destino que las cabinas de teléfonos están teniendo en la actualidad. Los ciudadanos acuden a votar con el sobre traído de casa o van directamente y sin mayor reparo a las mesas donde se amontonan las opciones partidistas a la vista de todos.
Pero la decadencia práctica de la cabina simboliza también la puesta en cuestión del carácter secreto del sufragio. Tras cada jornada electoral -lo hemos visto con las elecciones de Castilla y León– aparecen en los medios exhaustivos trabajos en los que se desgrana, gracias a los datos que ofrece el INE, qué ha votado no cada ciudad, pueblo o barrio, sino cada calle. Pronto sabremos qué se vota en cada portal y cada domicilio. Ello da pie a infaustas guerras sociales que recuerdan a épocas que creíamos superadas y revela el cambio de paradigma en lo referido a la filosofía que sustenta la democracia: ya no son la igualdad y la libertad las que dan sentido a nuestra participación política, sino la transparencia, concepto en expansión que trata de trasladar el principio de las relaciones simétricas del mercado a la formación de la voluntad del Estado. Las posibilidades que la minería de datos ofrece al reino de la transparencia electoral son enormes: no solo información sobre las características del votante -algo que ya se conocía mediante métodos demoscópicos tradicionales- sino sobre la forma de incidir en sus intereses e inclinaciones partidistas. Para eso están las redes sociales y los sesgos emocionales en los que hay que actuar para activar el sufragio en un determinado sentido. Ayer y aquí mismo, Manuel Arias Maldonado nos tranquilizaba en el sentido de que la voluntad popular sigue siendo un misterio insondable: el voto individual respondería a razones profundas sobre las que solo a posteriori cabe especular en modo tertuliano. Quizá habría que diferenciar entre análisis y estrategia electoral. En cualquier caso, el mantenimiento de ese arcano democrático que es el voto secreto, incluso en la era del derrumbe de la privacidad que nos ha tocado presenciar, resulta ineludible no solo para garantizar un mínimo de libertad, sino para mantener la convivencia política en unos parámetros aceptables.