La inmadurez se paga
«Nada bueno puede ocurrir a partir de ahora. Nada bueno, me refiero, para Casado y Ayuso y, por extensión, para los populares»
En política nada es lo que parece y, sin embargo, todo se asemeja a lo que es. La guerra fratricida que se ha declarado en el Partido Popular entre Génova y el poder pujante que representa la Comunidad de Madrid puede responder al atrezo emocional de una u otra narrativa victimaria, pero la realidad se resume en la envidia y los miedos, los celos y el afán cainita, el poder y la ambición. Tras casi cuatro años al frente de la Secretaría General, Casado dependía de los azares de la fortuna y del desgaste de Pedro Sánchez para soñar con la Moncloa. Un candidato que llegó con la promesa de recuperar las esencias populares –fueran las que fueran– frente a la tecnocracia aburrida de los abogados de Estado –marca Soraya– ha terminado confiando en el efecto curativo del tiempo como un segundo Rajoy, pero sin su experiencia de Gobierno ni su control sobre el partido. Se dirá que el poder congrega lo que está disperso y así es, pero no nos referimos solo a eso sino a una fragilidad connatural que va más allá de las dificultades propias de un partido enfrentado a profundas contradicciones. Hábil orador y con fama de buena persona –según los estándares de la política actual–, los continuos errores de Casado sugieren una mala respuesta intuitiva. Demasiadas equivocaciones, que empiezan con la fallida selección del once titular y siguen con su incapacidad de articular un discurso programático nítido, atractivo y creíble. Con el tiempo a su favor, Casado podría haber llegado a la Moncloa y haberse mostrado como alguien distinto a quien es. Ahora seguramente ya es demasiado tarde.
Ayuso, en cambio, va sobrada de intuición y luce un aire castizo que le ha funcionado extraordinariamente bien en Madrid, aunque no sabemos cómo funcionaría en Galicia, Extremadura, Cataluña, Navarra o Canarias. A la abundancia de reflejos se suma una ambición desmedida, alimentada también por su entorno y por la debilidad política de Pablo Casado. Se dirá que el choque de gallos era inevitable, pero nada lo es hasta que sucede. Y sucedió lo que no iba a suceder: cayeron todos los velos del rencor y del deseo de poder.
Nada bueno puede ocurrir a partir de ahora. Nada bueno, me refiero, para Casado y Ayuso y, por extensión, para los populares. Sánchez lo sabe y por ello se regodea. Abascal también –incluso uno diría que lo sabe más– y por tanto aplaude en silencio, a la espera de que el voto conservador dicte sentencia. Que la dictará y quizás no sea del agrado del PP porque la inmadurez se paga, aun en una época –como la nuestra– que ha cedido a los anhelos del narcisismo. La inmadurez se paga tarde o temprano y las consecuencias las tendrá que afrontar la sociedad en su conjunto: nosotros, usted y yo. La inmadurez se paga a costa de oportunidades, de puertas abiertas, de esfuerzo común. La inmadurez se paga porque la cultura, que se asienta en la confianza, se desmorona como un edificio en ruinas habitado por los espectros de la ideología. La inmadurez se paga en forma de una aluminosis que corroe las vigas maestras de la democracia. ¿Dónde están los hombres de antaño? ¿Dónde ir a buscar el espíritu de la Transición, que no era solo una atmósfera, sino la sustancia misma de la política posible? ¿Qué queda de los partidos de la estabilidad –antes el PP y el PSOE–, capaces de mirar a un país sin ira, con la conciencia del deber cumplido, que no es la de la culpa sino la de la responsabilidad? No lo sé, ni creo que nadie lo sepa.