El fracaso de una generación de políticos
«¿Qué ha pasado para que, en tan poco tiempo, toda una generación de políticos jóvenes se haya quemado?»
¿Qué ha pasado para que, en tan poco tiempo, toda una generación de políticos jóvenes se haya quemado? Primero cayeron Albert Rivera y Pablo Iglesias, las dos grandes figuras de la renovación, muy pronto convertidos en caricaturas de sí mismos. Ahora le toca a Pablo Casado, protagonista de un suicidio espectacular, inducido por una de las operaciones más idiotas que se recuerdan en la historia reciente. Pedro Sánchez sobrevive en el poder, pero sin ningún crédito moral ni intelectual, hábil tan sólo en el manejo de su propia inconsistencia. Los políticos de la transición tuvieron que aguantar las presiones del ejército, discutir y aprobar una Constitución, sufrir un golpe de Estado, renunciar, en algunos casos, a viejas reivindicaciones de sus partidos, pero la mayoría se mantuvo en activo durante décadas y llegó al gobierno después de pasar muchos años en la oposición. ¿A qué se debe esa enorme diferencia?
Por una parte, es evidente que la esfera pública se ha convertido en un espectáculo de realidad virtual. La urgencia publicitaria de las informaciones, el cardumen de la nueva dóxa masiva y violenta, capaz de pulverizar un pacto, una decisión o una ley en pocas horas, el desplazamiento de lo que antes era el parlamentarismo a la ínfima calidad de las tertulias y los debates televisivos, consiguen que el político sea apenas una marioneta movida por los hilos digitales. Todos recordamos cómo Carles Puigdemont eligió la fuga después de derrumbarse por el efecto de un tweet, supeditando su destino y el de su proyecto rupturista a la honra digital, la nueva areté. Por otro lado, la depauperación del imaginario público está haciendo estragos en la vida política. La estética de las series televisivas, sobre todo la de esos bodrios que han adonizado la corrupción, la intriga y el engaño, ha intoxicado la política hasta tal punto que personajes como Iván Redondo o Teodoro García Egea parecen haber sido expulsados del guion que estaban interpretando en el culebrón de su vida. Es fácil imaginárselos a los dos levantándose todas las mañanas con esa música de fondo que engrandecía su imagen en el espejo. La primitiva House of Cards, con aquel maravilloso y shakesperiano Ian Richardson, estaba inspirada al menos en Ricardo III de una forma suficientemente ostensible y artificiosa como para que John Major, adicto a la serie, no se la tomara en serio. Hay que recordar siempre la frase de Feltrinelli: la calidad de una nación depende en buena parte de lo que se lea.
Cabe preguntarse, por tanto, si el fracaso de toda esta nueva generación de políticos no es también el fracaso de toda una sociedad que asiste al final de lo que antes era la ciudadanía y que ahora se está transformando en otra cosa que no sabemos exactamente qué es. Alguien dirá que hoy en día la participación de los ciudadanos, gracias a las redes sociales, es mucho más activa y directa, pero no sabemos si lo que hemos ganado en inmediatez y capacidad de denuncia lo hemos perdido en representación y eficiencia. La limitación aforística, en el mejor de los casos, de Twitter ha terminado por influir en la retórica, en las intervenciones parlamentarias y por tanto en la forma de pensar y concebir la política. Hace unos años, Mark Thompson, ex presidente de The New York Times se preguntaba en un libro titulado Sin palabras (Debate) por qué se había degradado tanto el lenguaje público. Los políticos, decía, pasaron de hablar con cierta espontaneidad y riesgo a cambiar su discurso en cuanto tenían un micrófono delante. El propio periodismo, tanto en opinión como información, empezó a comportarse del mismo modo, sumiso a las corrientes imperantes en la red, como denunció hace poco Bari Weiss al dimitir como jefa de opinión del New York Times.
Así las cosas, no es de extrañar que toda una generación de políticos haya sido inmolada en la pira de esa nueva ágora. La acción política, el fundamento de la vita activa, ha sido sustituida por la actuación. En este nuevo mundo delirante y frenético es casi imposible tomar decisiones arriesgadas, que contemplen un horizonte lejano, lo mismo que llegar a acuerdos impopulares o poco rentables en las encuestas, esa estadística ansiosa y sin tregua que va a terminar por desvirtuar el ejercicio del voto. Los mejores de esa generación, por otra parte, aquellos que han intentado contribuir al debate con rigor y complejidad –Eduardo Madina, Cayetana Álvarez de Toledo, Alejandro Fernández, Aurora Nacarino-Brabo– han sido marginados o ya han abandonado la política. La inteligencia parece no tener cabida en esta nueva pólis circense. Entre tanto, España va camino de convertirse en el campo de batalla entre los distintos nacionalismos, por una parte el Cid campeador de Santiago Abascal y por otro todos los partidos que sostienen a Pedro Sánchez en el poder a cambio de dejar vacías y colgantes las siglas de su partido como las pieles de San Bartolomé. Y ahí radica el gran fracaso de esa generación que estaba llamada a ampliar y mejorar los consensos del 78 y que tiene la obligación moral de proteger y perfeccionar nuestra Constitución. Porque la invasión del nacionalismo supone siempre la intoxicación del vacío común con el contenido natural que la democracia constitucional permitió superar.