THE OBJECTIVE
Javier Benegas

El desquiciamiento y los 'putinianos'

«Requiere mucho más coraje defender la libertad que nos queda compartiendo trinchera con quienes pocos días antes detestabas que arrojarse a los brazos de Putin en busca de la salvación»

Opinión
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El desquiciamiento y los ‘putinianos’

Vladímir Putin. | AFP

En Utopía y desencanto (1996), el filósofo Claudio Magris nos recuerda a Eric J. Hobsbawm, cuando advierte en su Historia del siglo XX que «El viejo siglo no ha acabado bien», añadiendo que acaba con una retumbante explosión y un enojoso lloriqueo. En la fecha en que Magris escribe esto, Occidente llevaba un lustro saboreando el triunfo sobre el imperio soviético y el fin de la Guerra Fría. Sin embargo, lejos de apreciar una mayor confianza en el futuro, Magris percibe una confusión creciente. En su opinión, el desmoronamiento de la URSS, que Francis Fukuyama interpretó como «el fin de la historia», no habría sido el fin sino la precipitación de la historia. Durante el tiempo que duró la Guerra Fría, las fuerzas centrífugas no hicieron sino acumular energía y «el Ochenta y nueve lo que hizo fue descongelar la historia, que había permanecido durante decenios en el frigorífico, y esta se desentumeció dando lugar a una maraña de emancipación y regresión».

Recién comenzado el nuevo siglo, en 2001, se produjo la primera gran conmoción: el atentado de las Torres Gemelas en Nueva York. Un suceso que rápidamente fue interpretado como el comienzo de un nuevo desafío no ya ideológico sino civilizacional. El enemigo ahora era esencialmente distinto, pues las ideas —en este caso, creencias— que lo animaban, a diferencia del finiquitado imperio soviético, no provenían de la propia cultura occidental sino de otra distinta.

Por un tiempo, la idea del choque de civilizaciones proporcionó a los gobernantes occidentales la fuerza centrípeta necesaria para mantener cierta cohesión dentro sus propios dominios. La respuesta al atentado de Nueva York se sustanció en la invasión de Afganistán ese mismo año, por parte de los Estados Unidos y sus aliados, que a su vez derivó en una victoria militar tan fulgurante como engañosa, porque, como hoy sabemos, la aventura terminaría en una atropellada retirada dos décadas más tarde.

Siete años después del atentado a las Torres Gemelas tuvo lugar otro gran suceso que puso a Occidente patas arriba: la Gran recesión. Esta vez el shock no provino de un enemigo exterior, sino que se fraguó en el interior del sistema económico. Esta crisis, equiparable a la Gran depresión de 1929, puso en cuestión lo único que para entonces parecía sólido: el bienestar material. La recuperación fue lenta y dolorosa. Algunos países, como España, necesitaron prácticamente una década para levantar cabeza. Pero la confianza no se recuperó. Al contrario, los malos presentimientos con los que los occidentales habían saludado al nuevo siglo se sustanciaron en una desconfianza insuperable, en sus dirigentes y en sus propias fuerzas. Así estaban los ánimos cuando estalló en 2020 la pandemia, que ha traído consigo, además de numerosas muertes, confinamientos, restricciones, vacunas exprés, pasaportes sanitarios, arbitrariedades, abusos de poder, admoniciones morales, divisiones sociales… y una nueva crisis económica.

Pero todavía faltaba un ingrediente fundamental para que el primer cuarto de este siglo cumpliera con creces los peores augurios: la guerra. Y ya lo tenemos. Por ahora, se trata de una guerra limitada y es probable que lo siga siendo. Pero parece emerger un inquietante deseo de purificación en algunos individuos que ven en la agresión rusa una confrontación cultural, no una simple y grosera vulneración del derecho internacional o un crimen que debe ser juzgado desde la ética más elemental. Hay un cierto paralelismo en el estado de ánimo de estos sujetos y el de las sociedades europeas de principios del XX, que parecían afectadas por la falta de dirección y propósito. Entonces, el deseo de significado por parte de quienes se sentían distanciados del mundo llevó a que consideraran la guerra como un medio a través del cual su vida podría afirmarse. Así, la causa que abrazaron fue la de una «forma de vida», razón por la cual la propaganda alemana se refirió a ella como una «guerra de culturas».

Afortunadamente, existen diferencias sustanciales entre el pasado y el presente. La primera, que comparativamente las sociedades europeas de principios del siglo XX eran en promedio bastante más jóvenes y, por tanto, más fogosas, y también menos cínicas que las del siglo XXI. Por el contrario, el envejecimiento de la población actual, así como setenta años de paz y bienestar prácticamente ininterrumpidos, han convertido el antiguo ardor guerrero en un grotesco pataleo. Lo cierto es que, desde hace bastante tiempo, la guerra se ha hecho impensable en Europa. No políticamente. Antropológicamente impensable. Aunque conviene no confiarse porque del mañana nada se sabe. Y es mejor tener cuidado con lo que se desea.

La segunda diferencia es que quienes justifican la guerra de Ucrania con el argumento de la guerra cultural son ruidosos pero minoritarios. Y sus referentes, además de la propaganda rusa, son una serie de vendedores de crecepelo travestidos de comunicadores independientes que han convertido la información en un espectáculo conspiranoico y, sobre todo, en su negocio particular. Tanto quejarnos de los medios de información convencionales para acabar bebiendo de fuentes tan pestilentes. Aún así, los que abominan del Occidente actual y de algún modo justifican la guerra creen estar en posesión de la verdad por el simple argumento de que enfrentarse a Putin conlleva compartir trinchera con los Trudeau, los Macron y los Biden. Y hasta ahí podíamos llegar. Pero este razonamiento, además de evidenciar la pérdida de cualquier jerarquía ética, pone de relieve un profundo desconocimiento de la endiablada lógica de la guerra.

Cuesta imaginar a estos individuos no ya jugándose la propia vida, sino siquiera una ínfima parte de sus haciendas, aunque sospecho que en lo material poco tienen que perder, de ahí su equívoca gallardía. Sin embargo, ahí están, anhelando que Roma arda porque está llena de traidores. Y en parte tienen razón, a qué negarlo. Sin embargo, no solo se equivocan gravemente al tomar la parte por el todo, confunden además ser marginal con ser valiente. No es el número sino la ética lo que te retrata. De hecho, requiere mucho más coraje defender la libertad que nos queda confundiéndote con la mayoría y compartiendo trinchera con quienes pocos días antes detestabas que arrojarse a los brazos de Putin en busca de la salvación. Personalmente, no se me ocurre nada más cobarde y miserable que fiar tus esperanzas a la violencia que Rusia ejerza sobre terceros. Y en esto no cabe escabullirse en el bosque de la ‘rusofilias’ y las ‘rusofobias’, ni, en el colmo de los colmos, adoptar actitudes victimistas que paradójicamente son propias de ese Occidente woke que tanto detestan estos valientes de pacotilla.

Sea como fuere, todos estos shocks han ido dejando inservibles a cada vez más personas, mentalmente inservibles, seducidas por las teorías de la conspiración e irremisiblemente perdidas como Hiroo Onoda, aquel soldado japonés que, convencido de que el anuncio del fin de la guerra era una artimaña, siguió librando su propia guerra. Los acontecimientos se suceden a tal velocidad que ya no es que los jóvenes se pregunten si están condenados a vivir peor que sus padres, es que sus padres empiezan a temer que acabarán viviendo peor que cuando eran jóvenes. Ocurre que, en el fondo, nadie parece querer darse cuenta de que los últimos setenta años han sido una excepcionalidad, y que en ningún sitio está escrito que la paz y la prosperidad sean bienes que simplemente se heredan.  

Sin embargo, no puedo terminar sin señalar a quienes dirigen los destinos de Occidente y, muy especialmente, los de Europa, porque se lo han puesto a huevo a los autócratas. Sospecho que si estamos vivos todavía no es por su enérgica reacción de última hora —la mula vaga es la que más arreones pega— sino porque la Rusia de Putin es la apoteosis de la corrupción y la ineficiencia. Les ruego que, en vez de perseverar en el error de las políticas disparatadas, recuerden a Sebastian Haffner y su Historia de un alemán, donde narra cómo la Alemania de la década de 1930 acabó desquiciándose tras la rápida sucesión de una serie de shocks. Y cómo, envuelta en un estado de agitación febril, la sociedad alemana, huérfana de líderes, fue descomponiéndose de forma casi imperceptible, hasta que acabó sucediendo lo inconcebible… e inolvidable.  

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