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Mercedes Cebrián

Primeros pasos en escritura cirílica

«Un gran porcentaje de rusos se opone frontalmente a Putin: el cometido que me he autoimpuesto es descubrirlo en sus propias fuentes»

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Primeros pasos en escritura cirílica

Anton Maksimov 5642.su | Unsplash

No sé ustedes, pero a mí la sed de noticias sobre Ucrania y Rusia me ha conducido de cabeza al alfabeto cirílico. Como me obsesionan particularmente la censura y la propaganda a las que se ven sometidos quienes viven en Rusia, navego por medios, páginas web y cuentas en redes sociales en busca de la visión extraoficial de lo que el gobierno de Putin llama asépticamente «operación militar». Para noticias verdaderamente asépticas, las de la página web de la agencia rusa Tass, la EFE de por allí. Escritas en parco inglés, muestran un mundo cabeza abajo en el que todo va según los planes del Kremlin y donde tienen lugar rallies amistosos en apoyo a Rusia. En las imágenes de Tass no hay manchas de sangre ni escombros, sino más bien señores encorbatados que no mueven ni una ceja. Los vemos estrechando manos ante banderas de Rusia, o bien en mesas de reuniones que podrían batir el récord Guinness de longitud de mobiliario. Como un cutis impecable tras un tratamiento de belleza, así es la cara que ofrece la agencia moscovita al mundo desde su imponente edificio del bulevar Tverskoy.

Ahora sí entra en juego el alfabeto que implantó en el siglo IX el zar Simeón I el Grande y que emplean tanto el ruso como el ucraniano. Confieso que no busco apenas noticias escritas en esta última lengua, pues quiero creer que más o menos nos llegan traducidas adecuadamente, como un paquete enviado por una mensajería eficaz y sin censura. En cambio, en ruso, por la acuciante falta de información veraz que nos llega del país invasor, sí me desvivo por encontrarlas y así saber cómo reacciona la población rusa ante lo que está ocurriendo. Nos consta que un gran porcentaje –especialmente la juventud– se opone frontalmente a Putin, pero el cometido que me he autoimpuesto es descubrirlo en sus propias fuentes.

Mis técnicas de búsqueda son algo ingenuas: lo intenté en Instagram hasta el domingo pasado, último día que funcionó la red social en Rusia, tecleando nombres como Irina o Ilya escritos en cirílico para dar con perfiles de ciudadanos de a pie residentes en Moscú o en alguna otra ciudad rusa. Y di con algunos, pero poco representativos: cuentas de centros de belleza donde te colocan uñas de porcelana con diamantitos Swarovsky o de gente que hace tartas a domicilio, el tipo de pequeño negocio al que perjudica principalmente el cierre de Instagram en Rusia. La lista de seguidores de estas cuentas me iba guiando a otras, y así llegué hasta Liudmila, retratada orgullosa junto a sus dos hijos ante un fondo de mural escolar; y también a Katya, entrenadora personal que, según leí en la traducción automática, anima a sus seguidores a no rendirse, aunque se refiere más bien a lo relacionado con su actividad en el gimnasio. Ninguna de estas cuentas incluye la etiqueta #Нет войне, el «No a la guerra» en ruso, básicamente porque utilizar la palabra «guerra» (que, según el traductor de google, se pronuncia más o menos como «voina») para referirse de lo que está ocurriendo en Ucrania está prohibido en Rusia, bajo pena de cárcel.

Ese miedo a ser represaliados se deja ver con claridad en la página del periódico Nóvaya Gazeta, el medio disidente ruso fundado en 1993 por Dmitri Murátov, quien por su labor en pro de la libertad de expresión recibió el Premio Nobel de la Paz el año pasado. Cada vez que copio el texto original en ruso de alguno de sus artículos y lo pego después en el traductor de Google para leer su versión castellana compruebo que, en lugar de emplear la palabra «guerra» o «invasión», los redactores escriben entre corchetes la siguiente fórmula: «[el análogo prohibido de la operación especial]», o uno más impactante todavía, que me hace pensar en un tabú de tintes infantiles: «[la palabra que no debe mencionarse]».

El equipo de Nóvaya Gazeta informa como buenamente puede, como si caminasen descalzos sobre vidrios rotos intentando no cortarse. Dan cumplida información sobre las protestas contra Putin que todavía tienen lugar a diario en varias ciudades rusas, sobre la expulsión de alumnos modélicos de diversas universidades del país por protestar contra la invasión y sobre la enorme cantidad de rusos que están emigrando a otros países.

Gracias a Nóvaya Gazeta he mejorado mis conocimientos de geografía: ahora sé que la capital de Kirguistán, una antigua república soviética perdidísima en Asia Central, es Biskek. Ahora sé que bastantes ciudadanos rusos que trabajan en tecnología optan por instalarse allí, pues los trámites y la adaptación son relativamente fáciles y hay ya una numerosa comunidad rusa. Como muchos varones temen que se instaure la Ley Marcial en Rusia, y como el numero de casos penales por traición ha crecido exponencialmente entre los científicos –según comenta uno de ellos en Nóvaya Gazeta–, bastantes eligen Kirguistán como nuevo país de acogida.

Visualmente, Biskek es puro brutalismo, puro anclaje en la era soviética. En la ciudad abundan los famosos bloques de viviendas humildes, conocidas como jrushchovkas (por Nikita Jrushev), donde quizá se instalen los inmigrantes rusos. Después ocurrirá lo que tantas migraciones a lo largo de la historia nos han hecho aprender: los nuevos habitantes crearán una comunidad y compartirán su lengua y sus costumbres. Si sus futuros hijos nacen allí, les enseñarán las canciones que tararearon cuando eran niños, para que nunca se rompa la tradición oral.

Quizá estas melodías se parezcan a las que entonan ahora los refugiados que salen de Ucrania, pues las canciones populares tienen ese poder milagroso de mantener los vínculos, aunque también de generar una melancolía infinita. Para comprobarlo, escuchen estos días Goodbye, Odessa, una canción tradicional judía-ucraniana en yiddish. En ella el violín imita con tal éxito el desgarro afectivo de quienes se despiden de su tierra para asentarse en otra que las lágrimas se nos caen sin remedio.

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