La trampa de la moderación
«Detrás de la palabra diálogo parece asomar el último recurso de los lampedusianos: la Gran coalición»
Escribí una frase breve en Twitter: «Lo lógico sería que Comisiones Obreras pasara a llamarse simplemente Comisiones». Y rápidamente se propagó. Era una simple ironía, pero muchos reconocieron en estas palabras una realidad sofocante, algo que la inmensa mayoría sabe o sospecha: que los llamados «agentes sociales» no representan a la sociedad.
Según los datos oficiales, el sindicato Comisiones Obreras tendría 934.809 afiliados y el otro gran sindicato, Unión General de Trabajadores, 941.485. Para poner en contexto estas cifras, que son, por lo demás, bastante optimistas, la población ocupada en España es de algo más de 19 millones, de los cuales, 3.328.399 son trabajadores autónomos —muchos no por vocación sino por necesidad— sin ninguna representación. Lo mismo cabe señalar del otro agente social denominado «patronal», que tampoco representa a los empresarios, sino a un minoritario club que tiene la fea costumbre de no mirar al mercado, a la innovación o al riesgo, sino a la certidumbre del BOE. Así, entre unos y otros, España parece haberse congelado en el tiempo, como si el mundo no hubiera cambiado una barbaridad en las últimas cuatro décadas.
Sin embargo, no solo no se cuestiona este absurdo sistema de negociación, sino que se ha establecido como algo incuestionablemente democrático que los pocos decidan el futuro de los muchos. Da igual, por lo tanto, lo que votes y a quién votes, porque lo que ocurra a continuación dependerá de la voluntad de unos políticos que sólo buscan permanecer en el poder y unos agentes sociales impostados cuyos intereses poco o nada tienen que ver con el interés general.
Pero señalar a los agentes sociales está mal visto, se considera antisistema o algo peor, porque los socialistas de todos los partidos necesitan estas sombras chinescas para dar legitimidad a decisiones que nos afectan a todos, casi siempre para mal. Combinar la palabra diálogo y agente social, que se supone encarna a la sociedad civil, ese fantasma del que tan a menudo se habla pero que en realidad nadie ha podido ver, sirve para vender buenas intenciones y que todo siga igual. Lo que equivale a que todo siga empeorando.
No es que niegue que, una vez más, lo urgente debe primar sobre lo importante. Y que ahora lo urgente es reemplazar al gobierno actual. Pero también debemos preguntarnos: ¿reemplazarlo para qué exactamente? Quiero decir que atender lo urgente nos debería llevar, de una u otra manera, a definirnos sobre lo importante. Y es aquí donde todo son dudas, especialmente cuando, además de vaguedades, se afirma que lo que la política española necesita es moderación. Esto estaría muy bien en un país donde todo más o menos funcionara de forma razonable. Pero, desgraciadamente, no es el caso. En España, mires donde mires todo son problemas acuciantes. La economía, las administraciones, el modelo educativo, el modelo territorial, el sistema de pensiones, el mercado laboral, la innovación y la investigación, el modelo energético… en prácticamente todos los asuntos que definen el porvenir de un país nos encontramos mucho más que fuera de la vía.
Por supuesto, podemos entender la apuesta por la moderación en un sentido estrictamente ideológico; es decir, en el sentido de evitar caer en los extremos. Ocurre, sin embargo, que los desafíos que tenemos que afrontar son extremos, y no por razones ideológicas sino por la fuerza de los hechos. Así que, guste o no, necesitamos adoptar medidas igualmente extremas, máxime cuando el reciente anuncio del Consejo de Gobierno del Banco Central Europeo, sobre el fin de los programas de compra de deuda en el tercer trimestre de este año, nos coloca en el disparadero. Aunque el paréntesis de la guerra de Ucrania pueda retrasar lo inevitable, más pronto que tarde habrá que ser radical por pura necesidad, no por razones ideológicas. Con este horizonte, hablar de abrir espacios para el diálogo con el partido en el gobierno resulta más alarmante que tranquilizador, porque detrás de la palabra diálogo parece asomar el último recurso de los lampedusianos: la Gran coalición.
En una España políticamente ideal, donde los partidos actuaran de forma responsable y estuvieran alineados con el interés general, la Gran coalición quizá podría tener algún sentido. Así, quienes suelen proponerla como solución se remiten al ejemplo de Alemania, un país en el que este tipo de iniciativas han sido a priori positivas a la hora de afrontar episodios críticos, empezando por la reconstrucción del país tras la Segunda Guerra Mundial, pasando por la reforma del modelo económico y la reunificación de las dos Alemanias, hasta llegar a la Gran recesión.
Pero frente a esta visión idealizada hay que decir que no siempre, ni mucho menos, los efectos de la Gran coalición alemana han sido positivos. Es más, a largo plazo ha generado problemas importantes. El primero y más evidente, el desgaste de los grandes partidos, a los que los votantes alemanes han ido retirando su apoyo de forma gradual por entender que sus alianzas han servido para imponer políticas que, en realidad, no eran tan ampliamente compartidas. El resultado de esta concertación política ha acabado siendo valorado por muchos alemanes como un desastre. De hecho, la figura de Angela Merkel, cuya devoción por los grandes pactos de gobierno resultó definitiva, está siendo hoy fuertemente cuestionada en Alemania, y no precisamente desde los extremos.
El ejemplo de Alemania es interesante porque nos muestra que en su Gran coalición no es oro todo lo que reluce, y esto conviene tenerlo presente. Pero, sobre todo, a la hora de sopesar los supuestos beneficios de esta opción en España hay que atender a los agentes autóctonos que deberían capitalizarla. Su funcionamiento interno, integridad, incentivos y dinámica de intereses son elementos clave para prever los efectos de esta hipotética gran alianza. Y lo cierto es que el Partido Socialista y el Partido Popular no son organizaciones que susciten demasiada confianza ni animen a ser optimistas respecto a los intereses que prevalecerían si se constituyeran en una gran coalición gobernante.
No existe, además, ningún argumento lógico para deducir que, de repente, por el hecho de coaligarse, las dinámicas internas de estas formaciones cambiarán de forma sustancial. Al contrario, lo lógico es deducir que, a mayor concentración de poder y menor control mutuo, más resistentes y temerarias se volverán estas dinámicas y, por supuesto, más inmunes a las verdaderas preocupaciones del público. No es necesario recurrir a la política ficción para adelantar acontecimientos, basta comprobar los incentivos que han capitalizado los acuerdos entre estos dos partidos, el más reciente, la renovación de miembros del Tribunal Constitucional y del Tribunal de Cuentas, para prever que una coalición de largo plazo tendría efectos muy perversos.
En cualquier caso, lo de menos es escoger entre Gran coalición o beligerancia, susto o muerte cuando lo cierto es que, además de engañar a la gente con soluciones indoloras, toda iniciativa que se presente como solución mágica para conjurar la grave crisis socioeconómica y política española se topa siempre con el mismo cuello de botella: los intereses particulares de los partidos y los impostados agentes sociales. Esto es lo que debería cambiar porque, de seguir dando la espalda a la realidad, la realidad acabara arrollándonos. Sin embargo, uno tiene la sensación de que cuanto más se estrecha nuestro margen de maniobra con más intensidad se lucha no por cambiar el sistema, sino por mantenerse dentro de él.