Luz de Ucrania
«Hay que remontarse a los prolegómenos de la II Guerra Mundial para encontrar en la historia europea un caso de parangonable claridad moral»
No hay nada más barato que el exhibicionismo moral: solo hay que hacer un pequeño esfuerzo verbal para retratarse como un ser impecable o exigir de los demás una conducta intachable. Por eso, hay quien atraviesa entero el cammino della vita con la mejor imagen posible de sí mismo, pensando que nada hay más fácil que acertar siempre en todo. A menudo, sin embargo, basta una situación de peligro para que el moralista se vea desenmascarado. Pensemos en quien condena al adúltero sin haber tenido él mismo —¡o ella!— ocasión de serlo: ¿acaso no engrosaría sus filas si se le presentase la oportunidad? No lo sabe; no lo sabemos. En nuestras vidas hay un componente inadvertido de suspense: solo en la proximidad de la tentación se revela nuestra talla moral.
La sangrienta incursión rusa en Ucrania está cumpliendo una función parecida. Se trata de un acontecimiento de tal intensidad que, al ejercer presión sobre partidos y ciudadanos, nos obliga a reaccionar. Se hace visible la pluralidad humana: hay quien dona dinero, quien ofrece su casa e incluso quien se encoge de hombros. Se ha dicho con razón que las manifestaciones de generosidad que hemos conocido estas semanas no implican que los españoles —o los franceses— estén dispuestos a sacrificarlo todo con tal de ayudar a los infortunados ucranianos: como tuvo ocasión de comprobar Angela Merkel durante la crisis de los refugiados sirios, las opiniones públicas son bestias delicadas. Pero tampoco se sabe nunca: ha sido estimulante comprobar la solidez del rechazo público a la belicosidad rusa en el interior de las democracias occidentales.
¿Y por qué deberíamos asombrarnos? Hay que remontarse a los prolegómenos de la II Guerra Mundial para encontrar en la historia europea un caso de parangonable claridad moral: la conducta de un tirano que invade a tiros al país vecino sin que medie agresión previa tal vez pueda explicarse con el concurso de los expertos en relaciones internacionales y el auxilio de los psiquiatras, pero en modo alguno puede justificarse: ni moral, ni legal, ni políticamente. Es, a todas luces, una guerra injusta; de donde se deduce que combatir al agresor sería justo. Otra cosa es que la OTAN, pudiendo, no quiera o no deba. Este ya es un debate que se sitúa en un plano distinto, menos relacionado con la afirmación de los principios que con su aplicación práctica. A este respeto, las desavenencias serán inevitables. Pero costará encontrar a alguien comprensivo con Putin, cuyas fuerzas armadas están dejando en territorio ucraniano un rastro de muerte que ninguna propaganda logrará borrar.
Desde ese punto de vista, resulta difícil de comprender la posición ambivalente adoptada por los líderes —ya estén retirados o sigan presuntamente en activo— de Unidas Podemos: no sería de extrañar que continuaran perdiendo apoyo en las encuestas. Por su parte, el independentismo catalán trata en vano de borrar las huellas de su aberrante coqueteo con el putinismo —al menos le queda el consuelo de que sus votantes lo perdonan todo— y Vox parece haber renunciado por el momento a defender al tirano ruso como modelo de hombre fuerte de signo providencial. Finalmente, la parte socialista del gobierno empezó por incurrir en el pecado venial de culpar a Putin de la inflación y ha terminado cayendo en un patetismo innecesario al atribuir a los camioneros en huelga la intención de —declaraciones de la Ministra de Hacienda— «hacer el juego al tirano que ha invadido a Ucrania». Para poner en circulación un marco comunicativo semejante, hay que tener pocos escrúpulos. Es lo que pasa cuando la luz es fuerte: nos saca todos los defectos.