Economía: incompetentes y negligentes
«Los problemas de la economía española son muy anteriores a la invasión de Ucrania»
La foto está en todos los periódicos: el presidente del Gobierno y su equipo se reúnen con las grandes empresas del sector de energía, gas e hidrocarburos. No está la vicepresidenta primera y ministra de Economía. Ella y la ministra de Hacienda se han reunido con los transportistas elegidos, no con los que han paralizado medio país. Esas fotos son algo más que una anécdota, son el síntoma de lo que no funciona. Un Gobierno que entiende la gestión de la economía con perspectiva clientelar; un Gobierno diseñado para vender ilusión y gasto público a raudales, para llorar ante Bruselas y pedir ¡una ayudita, payo, por favor! Un Gobierno que se da mus cada vez que hay un problema y le endosa el marrón al que pasaba por allí: comunidades autónomas, Unión Europea, el fascio galopante, Putin, Franco. Todo menos gobernar, tomar decisiones, necesariamente duras en este caso, y repartir los costes de un ajuste inevitable a un escenario de menos crecimiento, mas inflación, déficit comercial y tipos de interés mas altos.
Los problemas de la economía española son muy anteriores a la invasión de Ucrania. La inflación ya estaba disparada: 7,6% en febrero con un diferencial de casi dos puntos con la media de la Eurozona. El precio medio de la electricidad subió un 230% y el del gas, un 361% en 2021; como ven, mucho antes de que empezase el embargo. La actividad económica ya se había ralentizado, el crecimiento del empleo privado estancado, la inversión despistada ante las amenazas regulatorias en legislación laboral, mercado de la vivienda, sistema tributario. El Gobierno lo fiaba todo a su suerte europea, a un desembolso rápido y sin condiciones del Fondo de Reconstrucción y Resiliencia, a la discrecionalidad del equipo presidencial en la asignación de esos dineros y a un impacto macro que no estaba justificado ni en su magnitud ni en su inmediatez. Como habían atestiguado repetidamente todos los expertos consultados y convenientemente ignorados.
La economía española lleva dos décadas perdidas en términos de renta por persona en edad de trabajar, como nos recordaba recientemente John Muller en ABC citando a BBVA Research. Dos décadas en las que la capacidad adquisitiva de los españoles, el mejor indicador de calidad de vida que conozco como economista, no ha mejorado. Y luego nos quejamos de la desafección y la radicalidad política. Un largo período en el que la falta de ambición reformista de los Gobiernos y el corporatismo remanente en una sociedad civil plagada de capturadores de rentas que medran al amparo de los presupuestos públicos han impedido afrontar problemas estructurales conocidos. Para no aburrirles solo voy a citar los tres que me parecen mas relevantes en la actual coyuntura internacional. Primero, un mercado de trabajo rígido, injusto e ineficiente que segmenta a los trabajadores por edad y en el que la temporalidad penaliza la productividad. Segundo, unas cuentas públicas periódicamente amenazadas de insolvencia y siempre lastradas de ineficiencia, cuyos males endémicos se han agravado con el desarrollo económicamente irracional del Estado de las Autonomías. Y tercero, una regulación de la actividad empresarial que penaliza el crecimiento de tamaño y castiga así la innovación, la exportación, la competitividad y la solvencia financiera.
Problemas particularmente relevantes porque el mundo ha entrado en una nueva era caracterizada por inflación, altos precios de energía y subida de tipos de interés. Ha vuelto para quedarse el diferencial de inflación, y con ello la pérdida de competitividad de la economía. Compartimos el euro con nuestros principales socios comerciales, lo que implica que exportamos empleo cada vez que se abre el diferencial. España importa energía, un saldo neto negativo de 25.000 millones de euros en 2021, aproximadamente dos puntos del PIB, que suponen una transferencia neta de renta anual al exterior. La deuda exterior de España duplicó el PIB por primera vez el año pasado. La razón es básicamente la compra de bonos del Tesoro por el BCE que nos ha permitido financiar un déficit púbico del 8% en 2021 a tipos extraordinariamente bajos. Pero este año, ni el BCE va a seguir comprando a esos ritmos ni los tipos van a estar a esos niveles.
La respuesta del Gobierno a estos desafíos ha sido de manual de resistencia. Primero, silencio administrativo, luego negación de la realidad, espera indolente a que pase esta pesadilla y finalmente búsqueda de culpables. Todo menos sentarse a pensar, redefinir prioridades, buscar complicidades, construir consensos, y tomar decisiones. Politólogos habrá que intentan encontrar sesudas explicaciones a este suicida comportamiento. Supongo que tendrá que ver con este peculiar Gobierno de coalición, donde sus componentes se hacen oposición mutuamente desde el BOE y el sillón de ministros. Quizás también con el sectarismo ideológico del entorno presidencial y el cesarismo creciente de su estilo de gobierno (no me puedo resistir pero lo del Sáhara es de matrícula de honor de prepotencia bolivariana. Yo y mi circunstancia cambiamos una de las pocas posiciones de Estado histórica, porque mola).
Lo cierto es que la ausencia del Gobierno, la pasividad y dejación de responsabilidades de sus ministros económicos, convertidos, por resignación o voluntad, en meros secretarios personales, solo ha agravado la situación y generado un profundo malestar en la calle hasta amenazar con generar una completamente innecesaria crisis de desabastecimiento. No me gustan las explosiones de ira popular. Creo que la responsabilidad de los políticos está precisamente en prevenirlas. Como la de los responsables económicos está en adelantar acontecimientos y ofrecer claridad, orientación, certidumbre si se puede, y siempre respuestas.
Y esta vez era relativamente sencillo. Si en vez de obsesionarse con sus desvaríos ideológicos hubieran respondido con inteligencia y pragmatismo. Déjenme que les ponga dos ejemplos. Primero, en vez de pretender en vano cambiar el modelo marginalista europeo, y técnicamente correcto, de fijación de precios energéticos, podían haber hecho ya dos cosas muy sencillas: reducir transitoriamente los impuestos que gravan mas del 50% el precio final al consumidor y renunciar a la moratoria nuclear. Lo primero soluciona el corto plazo mientras se negocia con la oposición, ¡oh herejía! ese pacto de rentas. Es lo que dicta el sentido común y los libros de texto. Ante situaciones extraordinarias, soluciones temporales. Vamos, que en tiempos de tribulación no conviene hacer mudanza, introducir incertidumbres adicionales y alterar los incentivos y las políticas de largo plazo. Lo segundo introduce verosimilitud a la política de descarbonización sin que se requieran caídas drásticas en el bienestar y calidad de vida de los ciudadanos.
El segundo ejemplo tiene que ver con la presión fiscal y la obsesión con cerrar la brecha del déficit con subidas drásticas y permanentes de impuestos. Esa fijación impositiva ha paralizado la acción del Gobierno y le ha singularizado en el contexto europeo. Le ha impedido dar pronta respuesta a los problemas reales. Quizás porque toda su acción de gobierno, toda su filosofía y estrategia política se resumía en ese único objetivo: subir la presión fiscal cuatro puntos a los españoles para así tener más dinero público que repartir y comprar lealtades y votos. El modelo andaluz que tan buenos resultados políticos les dio en décadas pasadas. Tan buenos electoralmente a los socialistas como magros logros económicos a los andaluces. Ha tenido mala suerte el presidente, se le ha torcido el mundo y ya no puede desarrollar su alegre agenda de gasto. Porco Putin. Porque de los propios errores mejor no hablar.